¿Es posible gastronomía conceptualmente ambiciosa y en pequeño formato, pero yendo más allá de la simple adoración por el producto? El respeto ciego a las materias primas parecía ser hasta ahora el camino para los establecimientos en la franja más accesible de precios como marchamo de buen hacer y conocimiento del pasado.
La “cocina del producto”, como taquigrafía de “eso que entiende todo el mundo como bueno”. Y aunque sería injusto alegar nada contra eso –¡gracias a dios, por la recuperación del producto!- sí es cierto que en algunos casos se había convertido en una excusa para la pereza intelectual en algunos locales que, por el tipo de público al que se dirigen, no pueden permitirse mucha experimentación formal.
Sirva toda esta introducción para explicar algunas de las muchas cosas que sorprenden de La Bellvitja, un restaurante en el Raval de Barcelona que, aunque acaba de abrir, llega cargado de historia. Y, lo cortés no quita lo valiente, también de amor por el producto. La historia es también la de su propietaria, Monika Linton, quien pasó de dar clase de inglés en Vic a convertirse en abanderada de la gastronomía española, cuya buena nueva se dedicó a difundir a través de un negocio de importación y exportación de productos de aquí.
De éste, Brindisa, nacerían varios locales de éxito en Londres. Y de aquí a Londres, y de Londres, de vuelta a Barcelona. El sitio elegido para el desembarco es uno de esos pequeños tesoros ocultos que todavía emergen de vez en cuando en el desfigurado urbanismo de Barcelona. El antiguo convento de la Mare de Déu de La Bellvitja, fechado –ahí es nada– en 1462 sirve ahora de marco para el local.
Aunque la decoración de La Bellvitja ha ido más por la vía neomodernista al uso, respeta aún las estructuras de la época, bien visibles. Algo así como lo que hace el chef Carles Ramón a los fogones. En la carta abundan las referencias al Llibre de Sent Soví, el best seller culinario de la Edad Media, pero también a tratados posteriores, como el Llibre de Coch o incluso a la obra del gran codificador de principios del siglo XX, Ignasi Domènech.
¿Cocina extraña a nuestros paladares, alejada de la modernidad? Ni por casualidad. El almadroc, salsa con base de queso que aparece en el Llibre de Sent Soví, y que es herencia del moretum romano, nos gustó tanto acompañando a una butifarra negra como sospechamos que le pasaría a nuestros antepasados.
No es el único guiño a la antigüedad, desde un helado que homenajea al Hipocrás, o vino especiado, hasta otro postre en el que se referencia a las veteranas pastillas Juanola, o el uso de carnes o cortes relativamente infrecuentes, como el conejo o los menudos, llegados de la cercana Boquería.
No faltan otras propuestas más directas, como los quesos artesanos, embutidos ibéricos o pescados de lonja, que abren el local al abundante turismo de la zona.
Pero merece la pena sentarse a probar sus albóndigas, fritas pero de interior casi crudo, o su bacalao al pil-pil con salsa de rúcula.
Cualquiera de sus platos es para disfrutarlo sin pararse a pensar si el afortunado hallazgo tiene ya quinientos años o es radicalmente moderno: cocina eterna.
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