Cuándo y por qué llovieron chicles y dulces sobre Berlín
Que levante el ratón quien, como yo, considera que unos chicles y unas chocolatinas no gozan de suficiente pedigrí como para tener acceso al selecto y restringido club de La Gastronomía. Afirman los grandes Joan Perucho y Néstor Luján que “la gastronomía aparece cuando el hambre, el hambre como problema esencial del hombre, ha sido vencida, y socialmente olvidada”. Incluso siendo evidente que los chicles son un masticable hábito que ninguna relación tiene con el hambre, no son ejemplo de gastronomía. Y los caramelos, los chuches, tampoco. Por mucho que nos los empujemos gaznate abajo con fruición infantil. El lenguaje es flexible y los conceptos más, pero no tanto. Y aún así, me pide el cuerpo acercar al querido lector esta historia trufada con chicles, guerras, política y chocolatinas. El todo siempre es más que la suma de las partes y esta historia bien vale una sonrisa. Corría el mes de Junio de 1948 y el camarada Stalin y sus bigotes decidieron bloquear el acceso terrestre a Berlín Occidental. Huelga decir que con el avieso plan nada democrático de obtener la rendición de sus más de dos millones de habitantes. La táctica a base de matar de hambre al pueblo no es nada original, desde luego. El sitio y asedio de plaza fortificada es uno de los deportes más cruelmente practicado a lo largo de nuestra demente historia colectiva. En aquellos días estaba en juego algo más que la diaria rutina de esos dos millones de alemanes que habían ido a caer ‘a nuestro lado’ de la baraja. Una aceptación por su parte de la autoridad soviética habría conducido quizá a la anexión de Alemania entera al bloque comunista. En la incipiente partida de mus de la Guerra Fría, los aliados envidaron a chicas, como no podía ser de otra manera según la lógica político-militar. Así que decidieron montar el primer puente aéreo civil del que se tiene noticia. La idea de montar una línea continuada de autobuses con alas fue felizmente copiada por la gris España Franquista. Todo tiene un origen, como puede verse. Al cabo de unos meses, Berlín occidental recibía una media de novecientos vuelos diarios con sus correspondientes nueve mil toneladas de bienes fungibles: comida, medicinas y combustibles.En el aeropuerto de Tempelhof, situado en la porción americana del pastel berlinés, solían acumularse grupos de chiquillos para disfrutar del espectáculo del continuo trasiego aeronáutico. Fue un 1 de Julio cuando el piloto yanqui Gail Halvorsen, tras aterrizar en uno de los vuelos del puente aéreo, se acercó hasta el final de la pista y deslizó hasta un grupito de jóvenes alemanes un par de chicles a través de las alambradas de espino. El piloto se sorprendió agradablemente pues no se produjo discusión sobre quien se quedaba los chicles sino que los chicos se pasaron los mismos entre ellos para olerlos con curiosidad y fruición. Supongo que cuando vives en una ciudad sitiada, un chicle que llega desde el aire debe tener fragancia a libertad. La actitud generosa y agradecida de aquellos jovenzuelos estimuló aún más la glándula empática del piloto Gail y éste les prometió volver al día siguiente para lanzar desde su avión chicles suficientes para todos. Ante la pertinente pregunta de uno de los chicos sobre cómo podrían distinguir su avión entre los cientos que aterrizaban y despegaban, Gail les dijo que haría ‘bailar’ las alas de su aeroplano a forma de señal y saludo. Se dirigió a la base y compró en la cafetería un gran puñado de chicles y caramelos. Durante la noche se dedicó a atar pequeños paquetes a modo de paracaídas que improvisó con pañuelos y al día siguiente ya tenía preparada su munición de sonrisas en formato golosinas. La misma fue lanzada sobre el grupo de niños que ansiosamente esperaba ver aquel avión generoso que ‘bailaba’ agitando sus alas a modo de saludo cómplice. Durante tres semanas, diariamente Gail repitió su lanzamiento: tres pañuelos paracaídas cada día y cada vez más y más niños esperando la llegada de las golosinas. Gail se enfrentaba a un grave problema: quería mantener su proyecto en secreto puesto que no estaba autorizado a llevarlo a cabo. Sin embargo un día el General William Turner lo llamó a su despacho para mostrarle las páginas de un diario berlinés con un extenso reportaje sobre el lanzamiento de caramelos y aún mejor, una estupenda y delatora foto de su avión en pleno bombardeo chuche. A pesar de sus temores, bien sea por imperativo del marketing militar o bien sea porque incluso los guerreros tienen su corazoncito, Gail fue felicitado y la noticia se extendió por EE UU causando una avalancha de cajas y cajas de chicles, dulces y caramelos. Muchos de ellos ya preparados y empaquetados con su correspondiente paracaídas pañuelo. Incluso la asociación norteamericana de pasteleros donó toneladas de caramelos para la causa. El proyecto inicial que comenzó con un acto de generosidad individual acabó en una espectacular operación denominada oficialmente ‘Little Vittles’ y que en los días finales del bloqueo contó con 25 aviones que lanzaron 23 toneladas de chocolate y golosinas en diferentes ubicación de Berlín Oeste. El 30 de Septiembre terminó el bloqueo soviético y con ello desapareció la necesidad de andar elevando la moral de la chiquillada mediante el dulce, la menta y el cacao. Sin embargo queda la frase de un joven que años más tarde confesó al mismo Gail que aquellos paquetes “No eran sólo chocolate. También eran esperanza”.