Freegans: alimentos salvados de la basura, en el restaurante
Nueve de la noche, aledaños de un supermercado en Madrid, Barcelona, Berlín o Nueva York, el comando cargado con bolsas y carros manufacturados comienza la búsqueda de su particular tesoro en contenedores y cubos de basura. Se cruzan con los indigentes y personas sin hogar que la crisis ha multiplicado sin piedad, sus compañeros de caza. La diferencia es que a los componentes de esta banda silenciosa no les falta casa, ni en muchos casos un salario con el que comprar comida pasando por caja. Su intención, dicen, no es su propia supervivencia, sino la supervivencia del planeta, son freegans, o friganos.
Movimiento nacido en el Nueva York de los 90, los freegans (de “free”, gratis, y “vegan”, vegano) denuncian la ingente cantidad de comida que se tira en los países desarrollados. Según el colectivo madrileño Comida Basura, en Europa el 42%, de los alimentos acaban en el contenedor. La Comisión Europea calcula que en Europa se desechan un total de 179 kilos por persona al año.
Los supermercados retiran de sus estantes los productos próximos a la fecha de caducidad y sólo el 20,5% entrega esos alimentos a ONG o bancos de alimentos. Con estos datos como bandera, los friganos, que se reparten ya por la mayoría de grandes ciudades del mundo, se dedican a recoger esa comida en buen estado y organizar con ella cenas populares e incluso bancos de alimentos en red, donde, de forma gratuita, todo el mundo pueda acceder a un banquete perfectamente saludable.
Pese a su nombre, para unirse a ellos no es necesario ser vegano o vegetariano, el problema es que los productos animales son de más difícil recuperación y no suelen incluirse en el menú de estos rescatadores de alimentos. Lo que sí implica ser frigano es una postura bastante clara frente a la situación política y económica: críticos con el sistema capitalista, abogan por un mundo más justo donde la filosofía del “usar y tirar” se sustituya por el reciclaje y una más justa distribución de los recursos. Quizá menos organizado que el movimiento Slow Food, ambos comparten ese deseo de combatir el despilfarro. Una de sus biblias es el libro Despilfarro: el escándalo global de la comida, de Tristam Stuart.
Sin embargo y por muy bonita que sea la teoría, lo de comer algo salido de la basura no le suena bien a todo el mundo y su plan ha tenido muchos detractores, empezando por los propios gobiernos. En Madrid, por ejemplo, una ley multa desde 2009 con hasta 700 euros por buscar en la basura. La mejor opción es que sean los comerciantes los que donen sus productos, algo que poco a poco va en aumento, aunque muchos aún se resisten por temor a que una futura intoxicación les meta en líos.
Así las cosas, en los últimos años los colectivos de friganos han volcado sus esfuerzos en lavar la cara de la comida más sucia y eliminar del imaginario colectivo la idea de actividad minoritaria, de cosa de unos hippies con mucho tiempo libre. A las cenas comunitarias en precarios comedores improvisados o en la calle se les han dado un lavado en citas como Disco Sopa, en Madrid, con música y laboratorio de proyectos incorporado, o los talleres La comida no se tira, donde se imparten clases para aprovechar mejor los alimentos.
También proyectos artísticos internacionales, como Excedentes/Excess, intentan acercar el fundamento frigano al gran público. Desarrollado simultáneamente en Madrid y Nueva York, pretende dignificar el hecho de recoger comida y aboga por un cambio en las leyes para solucionar el problema del masivo desperdicio de alimentos.
En Alemania, uno de los países con friganos más activos, el documental Taste the Waste, de Valentin Thurn, llevó el concepto hasta la sección Cine Culinario del Festival Internacional de Cine de Berlín, alejando el movimiento de los circuitos marginales para introducirlo en las charlas de salón. Como complemento a la presentación de la película, la Berlinale quiso demostrar lo bien que sabe la comida “mala” invitando al premiado chef alemán Michael Hoffman, del restaurante berlinés Margaux, a elaborar un menú con comida desechada y donada por diversos comercios. Su improvisada pasta con tomate y vegetales fue tan aplaudida como el documental y el evento supuso un empujón sin precedentes para los friganos del mundo.
El primer menú, en París
La consagración de esta filosofía y su incursión en el universo de lo cool llegó el pasado año con la apertura del primer restaurante con menú elaborado íntegramente con alimentos salvados del olvido. Además, y lejos de lo que se pudiese pensar, esta casa de comidas no está en un barrio deprimido de alguna ciudad de provincias, sino en pleno Marais, el exquisito y artístico barrio de París. Allí, Freegan Pony, el primer restaurante freegan vegetariano de Francia, gestionado por el colectivo Probono Público, reúne los viernes, sábados y domingos a los parisinos en cenas cocinadas con los restos que les donan los comerciantes de la zona.
Purés de verduras, la tan francesa ratatouille, una quiche de espinacas, puerros y cebolla… el menú es siempre inesperado porque, como explican sus responsables parafraseando a Forrest Gump, este lugar “es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”. Poca pega se puede poner a platos sabrosos y completamente gratis. En Freegan Pony sólo se paga las cervezas y el vino y al salir los clientes son libres de llevarse a casa toda la fruta y verdura que les plazca.
Un primer templo –y según sus adeptos no el último–, de un movimiento que invita a pensar, cambiar hábitos y a saborear una comida mala que está muy buena.