¡Arriba el frito! Razones para amarlo (u odiarlo)
Ha habido muchos descubridores admirables en la historia de la Humanidad, pero uno de los más importantes permanece en el anonimato: la persona que hizo el primer frito. ¿Quién sería este genial creador –o más bien creadora, porque la probabilidad de que fuera mujer es alta– que sumergió por primera vez un alimento en aceite muy caliente? ¿Cómo se quedaría al ver que se formaba una costra dorada alrededor de él? ¿Qué sentiría al metérselo en la boca y sentir la orgásmica sensación producida por el contraste entre el exterior crujiente y el interior meloso?
No tengo la menor idea de cuando apareció este héroe o heroína cuyo rastro se pierde en el origen de los tiempos, pero pienso que merecería un monumento todavía más grande que el del soldado desconocido. Es urgente reivindicar su figura, porque hoy los fritos están más en entredicho que nunca. Algunos tiranos de la salud han decidido que son veneno puro. Que engordan, que son indigestos, que taponan tus arterias y que si comes muchos tus probabilidades de morir obeso tumbado en un sofá mientras ves Qué tiempo tan feliz aumentan exponencialmente.
Su mala fama llega a tal punto que existen blogs que los rechazan de plano y restaurantes que venden como una virtud haber renunciado a ellos, como el NoNoNo de Barcelona, cuyo tercer No es un No a las frituras. Algún estudio científico reciente prueba que no existe relación entre el consumo de fritos en aceite de oliva o girasol y un mayor riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, pero si descendemos al submundo de las publicaciones “naturalistas” cercanas a la ortorexia, nos encontraremos acusaciones como que “provocan infartos y enfermedad de Alzheimer”. ¿Te preguntabas por qué en Andalucía se ha muerto todo el mundo y ya no vive nadie? Por comer tanto pescaíto frito, claro.
Siendo justos, hay que reconocer que la fritura se ha ganado en parte su reputación de chica mala de la alimentación. Los fritos son, por definición, altos en calorías, porque incorporan una dosis importante de grasa, así que no es conveniente consumirlos a cascoporro, sino en cantidades moderadas. Si el aceite ha humeado al someterlo a temperaturas excesivas, esa grasa se ha transformado en insana por mucho que se trate de un oliva virgen extra.
Las marranadas que se hacen en algunos bares y restaurantes con las freidoras tampoco han ayudado: es difícil que el subconsciente colectivo identifique con “rico / placentero / sano” unas croquetas, unos calamares o unos churros hechos en un aceite sin cambiar desde que murió Chanquete y Bea se hizo mujer.
Como en casi todo, la cuestión está en freír bien. Hay dos premisas básicas: que el aceite sea abundante -de hecho, es mejor hacerlo en una cacerola que en una sartén-, y que esté a la temperatura adecuada. Esto último es lo más difícil: si no está suficientemente caliente, lo que freímos absorbe más grasaza; si está demasiado caliente, no sólo se degrada, sino que es posible que dore demasiado rápido el alimento y lo de dentro se nos quede frío o crudo. ¿Soluciones? Si eres un geek en potencia o un obseso de la perfección, lo mejor es que te hagas con un termómetro de cocina. Cuando veas que marca 180 ºC, es tu momento. Si eres más de métodos caseros de la abuela Paca, siempre está el recurso de la miga de pan. Cuando se queda flotando medio aburrida, es que el aceite está frío; si burbujea de contenta, y comienza a dorarse con rapidez, el aceite está en su punto.
Para freír rebozados clásicos –es decir, alimentos pasados por harina-, conviene tener en cuenta un par de cosillas. Cuanto más seco esté el alimento en cuestión, mejor, porque así se podrá quitar con facilidad el exceso de harina una vez lo hayamos pasado por ésta, no se formarán pegotones y el frito será más ligero. Tampoco es mala idea proveerse de las nuevas harinas especiales para este procedimiento, que dan más margen a los torpes para no cagarla. Quien se quiera liar a hacer rebozados exóticos, no debe olvidar que tienen sus normas: el agua de la masa de las tempuras, por ejemplo, ha de estar helada.
Los empanados –alimentos pasados por pan rallado– son, en líneas generales, menos problemáticos.
Un truco que funciona es el del doble empanado: pasar la croqueta, el tigre o lo que sea primero por huevo, luego por pan rallado, y después repetir el proceso. Por cierto, si tienes una thermomix o similar, te recomiendo vivamente que te fabriques tu propio pan rallado. La dificultad es mínima -sólo hay que triturar pan seco hasta convertirlo en polvo-, sabe mil veces mejor, le puedes poner sabores (con hierbas, especias o ajo) y fríe fenomenal. Plan B para vagos: otra vez, los panes especiales para freír o, en plan persona con mundo, tirar del panko, una especie de migas blancas japonesas con los que salen unas frituras ultracrujientes.
A estas alturas es posible que te estés haciendo algunas preguntas sobre el aceite. ¿Puedo usar girasol, o es un atentado contra el de oliva y, por extensión, contra España? En mi humilde opinión, y aun a riesgo de que los talibanes del AOVE me hagan un escrache en la puerta de casa, sí puedes usar girasol. Incluso habrá determinadas frituras que sabrán mejor con esta grasa, más neutra en sabor. Por ejemplo, a mí las rosquillas me gustan más con girasol, y las tempuras, también. Ahora bien, salvo excepciones, el rey del frito es el aceite de oliva: aguanta el calor como un campeón, permite la reutilización y da un sabor fantástico a la mayoría de los fritos. Hablando de reutilización, si no sometemos el aceite de oliva a un calor excesivo, podremos volver a usarlo un par de veces más sin problema. Eso sí, con comidas similares y sometiéndolo a un pequeño filtrado si es necesario.
Dos recomendaciones finales para cuando ya tenemos hecho el frito. Siempre, siempre, siempre, pasarlo a un plato con papel de cocina para que pierdan el exceso de grasa. Y nunca, nunca, nunca taparlos para que se conserven calientes. Si los cubrimos, la condensación del vapor hará que la capa exterior del frito se reblandezca, y lo que era un delicioso chopito o una patata frita crujientes se convertirán en una masa blandurria. Los fritos hay que comerlos recién hechos. Eso, sumado al saski-naski (palabra que usaba mi madre para denominar cualquier operación que ensuciara aparatosamente) que montas cuando fríes, hace que no sean precisamente los platos que menos esfuerzo requieren en la cocina. Pero esto hay que verlo de forma positiva: así no los comemos con tanta frecuencia y no nos convertimos en Faletes.
Como complemento a esta rápida guía de la fritanga, y pensando en los que pasan completamente de cocinar en casa y sólo quieren ser servidos como niños malcriados, contaré dónde he comido los fritos más memorables en España. Para croquetas, no descubro la pólvora al decir que Echaurren, en Ezcaray (La Rioja) es un lugar donde vale la pena peregrinar. En Barcelona, las del Coure, y en Vitoria, las del Sagartoki. En Madrid, quizá lo más inteligente sea acudir a un local especializado en ellas, la Gastrocroquetería.
Las mejores berenjenas fritas que tomado jamás son las de Casa Balbino, en Sanlúcar de Barrameda. No sólo las enrollan y les ponen dentro el extra de un maravilloso langostino fresco, sino que las rebozan y las fríen de tal forma que llegan al plato cubiertas de una finísima capa crujiente absolutamente deliciosa. Las ortiguillas, el cazón y las tortillas de camarones son también espectaculares. La meca del pescaíto frito es Málaga, y allí está El Refectorium, pero en Cádiz probé unos pececillos fritos fantásticos en un restaurante famoso sobre todo por su estratosférico atún, El Campero, y en Madrid está el superclásico de la fritura La Dorada.
En cuanto a los dulces, algunos de los grandes clásicos de la repostería española pasan por aceite bien caliente antes de llegar a nuestra boca. Por desgracia, por su coste y su escasa duración en estado óptimo en la actualidad es difícil encontrarlos buenos. Para churros, un gran descubrimiento ha sido Comaxurros, en Barcelona, donde los jóvenes responsables de la pastelería Canal están ejecutando unos ejemplares deliciosos. Si buscas buñuelos, recomiendo la muy verdadera pastelería Nunos, donde también son famosas las torrijas. Me encantaría terminar con algún lugar donde vendieran buenos pestiños, pero en estos momentos no dispongo de ningún dato fiable al respecto. Así que me deleitaré con el recuerdo de la infancia de este nada calórico dulce de masa frita con miel, que la memoria no engorda.