Bretaña, la gastronomía del fin del mundo
Año 2013. Toda la Galia está dominada por el ímpetu de la gastronomía española, que arrasa en las listas de los mejores restaurantes. ¿Toda? No: una región resiste estoica. Bueno, todo esto no es exactamente cierto, porque aunque la restauración francesa puede haber perdido empuje en cierto rankings (por otra parte, muy subjetivos), es indiscutible que nuestros vecinos de al lado siguen siendo un coloso gastronómico. Porque si en algo estamos todavía muy lejos de los compatriotas de Napoleón es en la reivindicación a ultranza del producto local. Y si nos centramos ya en el corazón de Francia, en la que antaño fuera patria de Asterix, Bretaña, veremos cómo esa pasión no nace sólo de un intento de promoción económica sino de un uso tan cotidiano como apasionado de productos de sus aguas y campos. Son las nueve de la mañana y la marea está baja en Cancale. Barcos varados como cachalotes moribundos en una playa postapocalíptica motean el paisaje que se extiende casi hasta la vecina Normandía, el Mont Saint Michel como una tenue mancha en el horizonte. Junto a la pequeña escollera, un pequeño mercado de ostras, apenas seis o siete paradas, ofrece al visitante la posibilidad de tomar media docena por tan sólo cinco euros (0,50 más si uno quiere que se las abran, y otro medio euro por el limón). Las vendedoras, mujeres de mediana edad del pueblo, están a sueldo de los criaderos de la región, que han ganado numerosos premios. “Me gusta este trabajo –me comenta una de ellas–, porque me permite conocer gente y estar al aire libre”. Una aguerrida periodista gastronómica puede llegar a consumir casi dos docenas de ostras en el transcurso de un día en la Bretaña. Definirlas como “sabor a mar” no es manera de hacerles justicia: las ostras SON el mar. Frías, escurridizas, vivas y, si uno se descuida, peligrosas. Las de Bretaña gozan de fama desde el siglo IV, pero no fue hasta el siglo XIX cuando se encumbraron como alimento de prestigio, más allá de servir como mero alimento para los pescadores de la zona. Junto a ellas, toda suerte de moluscos y pescados abundan en las costas de la zona, y más aún cuando en dirección al Oeste se convierte en Finistère, el Fin de la Tierra, la salida natural hacia el Atlántico norte que llevaría a un bretón de la cercana Saint Malo, el explorador Jacques Cartier, a descubrir las costas de Canadá (y sus prodigiosos bancos de bacalao) en el siglo XVI. Pero si las ostras predominan en la costa, tanto ésta como el interior son territorio de la mantequilla. Ni le menciones a un bretón la posibilidad de que ésta no lleve sal. Y ni se te pase por la cabeza insinuar la posibilidad de utilizar aceite de oliva: se usa mantequilla salada, y punto. La razón es que cuando Bretaña se unió al resto de Francia, quedó exenta de pagar impuestos sobre la sal (lo que llevó a un próspero contrabando de la misma hacia el resto del país). Sea como sea, la sal está omnipresente en la mantequilla, y la mantequilla está omnipresente en Bretaña. Más vale que si visitas esta región no seas vegano ni tengas colesterol, porque te esperan caramelos y helados de mantequilla salada, pastel bretón (harina, huevos, azúcar y mantequilla salada), galletas bretonas (idéntica alineación) y los deliciosos y calóricamente hablando terroristas kouign amman, de una contundencia soberana: masa de pan enrollada sobre sí misma y remojada en ingentes cantidades de azúcar y, lo adivinaste, mantequilla salada. La receta, que inventó un panadero de Douarnenez en el siglo XIX, se encuentra ahora en cualquier panadería, a menudo en formato individual y/o decorado con manzanas. Para descubrir su sabor diríamos que es como comer una crujiente y dulce banda de Moebius de puntas de croissant. Argh. La mantequilla, untada sobre pan, sirve también de base para la andouille, la fragante –algunos dirían pestilente– salchicha de tripas que se sirve de aperitivo o sobre ensaladas. En Rennes, capital de la región, pruebo una de ellas que, además de andouille, se acompaña de trozos de galette tostada. Pero se trata de un modo poco ortodoxo de aproximarse a la galette, porque en Bretaña la galette, o crêpe a base de trigo sarraceno, es el plato estandarte de la gastronomía bretona y se consume casi a diario. Los viernes era tradición que a los niños se les sirviera uno vegetariano con motivo del ayuno que marcaba la iglesia. El sector fiestero prefiere las galette saucisse, un enrollado de salchicha que se compra al volver a casa de madrugada, o en eventos deportivos (“Galette saucisse, je t’aime” o “Galette de salchicha, te quiero” es el himno informal de los seguidores del Stade Rennais FC). Pero la variedad más habitual es la “completa”, con huevo al plato, emmental y jamón dulce. La galette se acompaña con sidra, servida siempre en un tazón. De postre es posible continuar el menú con una crêpe azucarada (de trigo candeal y con huevos y leche en su pasta, a diferencia de la galette), y regarlo con un lambig, un fortísimo destilado de la sidra, de la cual se necesitan once litros para producir uno de lambig. O brindar con un kir breton, un riff sobre el clásico cóctel kir royale de cassis y champán en el que este último se sustituye por sidra. O apostar por la Breizh cola, la marca local de refresco, que se anuncia como la cola del Phare Ouest, en un juego de palabras intraducible entre el Faro del Oeste y el Far West. Dirección, en cualquier caso, hacia el Atlántico y el frío, hacia más allá del mar. Durante nuestro viaje no hemos visto ni un jabalí de los que comía Asterix –a diferencia de lo que ocurre en otros lugares de Francia, como Córcega, aquí no quedan muchos– pero cuando el periplo acaba, los andares de la que esto firma comienzan a parecerse a las de un facóquero. No por el encantamiento del mago Merlín ni por las hadas que habitan en los bosques de Bretaña, sino porque ¿quién podría resistirse a volverse un poco animal con estos productos?