Restaurantes para amigos, conocidos y... saludados
Uno no es el duque de Somerset ni mucho menos Grace Kelly, entre otras cosas porque el primero es un tipo que se llama John Seymour, 18º duque de Somerset (curiosamente, alguien llamado precisamente David Somerset es el 11º duque de Beaufort, pero hace tiempo que decidí dejar de intentar comprender a los británicos) y la otra hace años que cría malvas. Pero eso es una cosa y la otra es ir a un restaurante y notar que tú y la mayoría de la gente que se encuentra comiendo en el local no somos tan importantes como los que comen en una o dos mesas más allá. Puede ser que no lo seamos, pero es muy feo que se note. Y además es un mal modelo de negocio, está claro. Tenía por costumbre ir, de vez en cuando, a un restaurante del Eixample barcelonés (se dice el pecado, pero no el pecador), donde miman el producto y regentado por dos hermanos. Uno en los fogones, educado en el universo de Santi Santamaria, un cocinero tocado por los dioses y cuya cocina puede alcanzar cotas celestiales, divinas, astrales y planetarias; y el otro como responsable de la sala y la bodega, que lejos de estar a la altura de su hermano, más bien se comporta como una “bacallanera”, pero de esas bordes. Es un restaurante extraño además, porque tiene el aspecto de ser un bar más de esos que abundan en el paisaje urbano de Barcelona, pero del que, a la que te descuidas, sales con cincuenta o sesenta euros menos en el bolsillo por lo bajo. Vaya, que barato no es. Además, tiene una bodega de aúpa, en la que uno, sin esperarlo, puede beberse un Petrus a sus correspondientes casi tres mil euros. Pero siempre estaba lleno y con gente entrando frecuentemente preguntando por una mesa libre que no existía. Una locura de sitio, en fin. Y el otro día volví después de mucho tiempo de no ir. Dejé de ir, porque se había puesto imposible de precio, pero sobre todo por cosas como la que les voy a contar a continuación. No puede ser que llames a un restaurante para reservar, hagas tu reserva para una hora sin que te pongan problemas, te presentes puntual, veas una única mesa libre (que sí o sí tiene que ser la tuya) y que justo al llegar, detrás de ti, entren otras dos personas y en esas aparezca el dueño como una exhalación, que pase por tu lado sin ni siquiera darte las buenas tardes, se dirija a los recién llegados como si los conociera de toda la vida, lo que puede ser cierto y además me parece fabuloso, les pregunte si tienen reserva y cuando los otros le responden que nones, pues que con un par les diga que no hay problema y los siente en la que iba a ser tu mesa. Llamé a un camarero, que se vio venir el percal, protesté, me pidió disculpas, me dijo que esperara un momento y se fue a hablar con el dueño que, a grito pelado como para que lo oyeran hasta en Burkina Faso, le espeta que la reserva del señor Molins (un servidor) no era hasta al cabo de 15 minutos (lo que era falso) y que por tanto él le daba esa mesa a quién le daba la gana. Volvió el mesonero, atribulado, nos invitó a una copa de cava y nos dijo que enseguida estaba nuestra mesa lista, lo cual no sucedió hasta pasados veinte minutos. Ante esa situación podíamos irnos, cosa que reconozco que es lo que hubiéramos tenido que hacer y no hicimos, montar el pollo mayúsculo o aguantarnos, que es lo que hicimos y no tuvimos que hacer. Y la cosa no fue una excepción. Conozco gente que ha pasado por experiencias similares. Pero el otro día decidí volver. Esta vez fui yo el que se presentó sin reserva, pero poco importaba. Iba solo y con toda la intención de comer en la barra, en la que casi siempre hay sitio. Y el espectáculo fue otra vez inenarrable. Las mesas de amigos habituales que reclamaban toda la atención de nuestro ínclito protagonista. Pero eso no era lo peor, no. El problema es la falta de discreción. El local no es muy grande y el amigo se sitúa siempre justo en la ventana por donde van pasando los platos de la cocina al comedor. Entre él y la mesas, quizás un metro escaso. Y desde allí venga a gritar que necesita el plato X para la mesa del señor Y y que qué pasa con el plato Z para el señor W. Claro. Y venga a gritar órdenes a la gente de la barra para que le calienten el pan para las mesas del señor X y W para que se puedan comer las X y los Z como es debido. Y venga a pedir a gritos a todos los camareros que lleven esto a las mesas de los señores Y y W, mientras el resto de mortales esperamos que alguien se acuerde de que estamos allí y que también vamos a pagar la cuenta. La repanocha ya fue cuando llegaron dos personas, el amigo los vio de lejos y fue de lo más cómico como le gritó a una de las chicas que atendía la barra: “Mengana, pon un Bollinger a enfriar rápido”, mientras iba hacia la puerta del local con los ojos fuera de las órbitas y con el corazón que parecía que le iba a salir por la boca. Un espectáculo. Mira, honrado tabernero. Todos tenemos amigos. Y a todos nos gusta tratar a nuestros amigos lo mejor que podemos. Si tienes un negocio, además puedes tener clientes que vengan con mucha frecuencia, que te recomienden a sus amigos o incluso, a pesar de los tiempos, clientes que se dejen un dineral cada vez que vienen. Me parece hasta lógico y natural que a toda esta panoplia de gente, cuando acuden a tu restaurante, los trates con deferencia. Pero chico, si vas a tener un restaurante sólo para amigos, conocidos y saludados te diré que los amigos pecan de infidelidad, los que antes venían mucho, de repente vienen menos y después ni aparecen y los pocos que se pueden beber un Petrus, dentro de poco serán una especie en vías de extinción o no se lo beberán en tu taberna. Lo tuyo es un caso clínico. Y además, creo que esta vez tenías menos gente. Sí, claro, debe ser la crisis. Texto de Albert Molins, blogger de Homo Gastronomicus