A ciegas en la Barra del 7 Portes
Hace tiempo que el 7 Portes —uno de los grandes templos gastronómicos de la cocina catalana tradicional en Barcelona— ya no es solo el 7 Portes. En 2019 se produjo una pequeña mitosis, y la primera Barra del 7 Portes, ubicada en los mismos Porxos d’en Xifré y conectada al conocidísimo local madre, se consagró como el espacio perfecto para disfrutar de algunas de las recetas más populares del restaurante en formato reducido y ambiente más informal. El concepto resultó atractivo tanto para feligreses como para conversos, y, en 2022, aterrizó ampliado en Sant Gervasi-Galvany. La segunda Barra del 7 Portes se instaló en un espacio algo más grande, donde es posible compartir mesa con comodidad e incluso celebrar eventos. El local mantiene muchos de los rasgos identitarios del 7 Portes: el suelo damero, las paredes decoradas con imágenes históricas del restaurante, y, por supuesto, su carta compuesta por clásicos de la gastronomía catalana y producto de temporada.
Muchos platos de la casa se han convertido en insignia imborrable de la cultura gastronómica de la Ciudad Condal: sus canelones, su paella, su crema catalana. El pasado 1 de febrero, este conocimiento casi instintivo se puso a prueba con una cata a ciegas de algunos de sus célebres arroces. Como preámbulo, pudimos degustar los platillos que conforman su oferta de picoteo gourmet: las fantásticas y suavísimas croquetas de cocido y jamón, los calamares a la romana con mayonesa y salsa romesco o un sabrosísimo xató, con olivas de Kalamata y atún fresco —¡fresquísimo!—.
Tras repartir antifaces y tarjetones donde apuntar las primeras impresiones a cada uno de los comensales, el equipo de sala comenzó a servir los arroces: abrieron con la que es quizá la elaboración más representativa de la marca 7 Portes y, por tanto, la más fácil de reconocer — la paella parellada, con gambones, pollo y butifarra. Le siguió un suculento e intenso arroz negro, cremoso, con tiernísimos trozos de sepia y algún guisante de sorpresa. La última ración fue la más complicada de identificar, y puede que por eso la más memorable: un arroz picante de conejo, con matices de guindilla y una intensa base de hígado, también rematado con jugosas olivas de Kalamata.
El broche final fueron dos típicos postres del restaurante: su versión miniatura de la crema catalana y una densa mousse de chocolate negro coronada con melindros, sorprendente por la intensidad del chocolate, cuyo sabor consigue no ser diluido por la imperatividad de la leche en la elaboración. En conclusión, una velada redonda, en la que disfrutamos de algunos de los platos estrella de la cocina tradicional barcelonesa, y constatamos que, si son fáciles de reconocer, es porque son fáciles de recordar.