Cruzada para recuperar el honor del bollo
Pedir un bollo siempre anticipa un momento de comunión con la masa, la práctica de un rito antiquísimo y profundamente carnal, un gozo supremo. El bollo es, por definición, una pieza pequeña, a menudo concebida para el consumo individual y el placer egoísta. Te compras un bollo para ti y no lo vas a compartir, vas a disfrutar en solitario del placer inigualable que es capaz de proporcionarte. Ya sea un bollo de mantequilla en Bilbao, o un kardemummabulle en Uppsala. Encima, los bollos tienen a menudo formas redondeadas, sensuales, brillos libidinosos y rellenos jugosos repletos de pecado. Tal vez por eso no es raro que la palabra bollo tenga connotaciones sexuales y eroticofestivas en varios idiomas. Bueno, eso.
Y, sin embargo, es una pena comprobar cómo el bollo es denostado y desprestigiado. La mera mención de la palabra bollería nos hace pensar en grasas infectas y productos industriales de pésima calidad. Bollería. Los franceses, que son muy listos, son capaces de hacer que su idioma saque brillo a términos de todo pelaje, especialmente en gastronomía, desde el mirepoix a la mise en place... y también lo han hecho con la bollería. Ellos tienen la panadería, boulangerie, y la pastelería, pâtisserie... pero para las masas fermentadas enriquecidas usan la deliciosa palabra viennoiserie (vienuaserí), con su sonido sensual y todas esas enes.
En efecto, la bollería es un cruce entre la panadería (por fermentación) y la pastelería (por riqueza de ingredientes), y es capaz de crear algunas de las masas más apetitosas. Por desgracia, en un país como el nuestro donde la cotidiana barra de pan ha sido adulterada y vulgarizada hasta adquirir una textura de porexpán imposiblemente esponjosa, la bollería ha perdido su lugar, significado y protagonismo. Por un lado, tenemos mucho, de todo, todo el rato. Ya no impresiona a nadie una masa cuyo único líquido son los huevos y que lleva una cantidad ingente de mantequilla, manteca o azúcar.
Por otro lado, nuestro pan cotidiano está tan hinchado con mejorantes y aditivos que un pan ligero como el bollo no significa mucho. Y aún no he empezado a hablar de lo que ha sufrido el bollo en sí. El bollo vive horas bajas. La pasividad de los consumidores y su pérdida de gusto y exigencia es una parte de la ecuación.
La otra es la falta de responsabilidad y amor por el oficio de muchos profesionales y el apetito de la industria por el beneficio fácil. Grasas de origen dudoso (bueno, nada de dudas, grasas nefastas), aromas artificiales, aditivos que buscan maximizar el volumen y el beneficio a toda costa han acabado con el bollo. Por todo eso propongo recuperar el honor del bollo.
Ha llegado el momento de pasar a la acción y hornear y exigir los mejores bollos, redescubrir su textura y sabor. Propongo la creación de una cofradía de los amantes del bollo, la orden de los caballeros del bollo que vele por el honor perdido de uno de los máximos representantes del reino de las masas. En esta alianza intergaláctica, insto a que todos premiemos a los que hacen buenos bollos, que vociferemos sus nombres, que compartamos sus direcciones y que no nos cansemos de comer grandes bollos. ¡Viva el bollo!
Texto y foto de Ibán Yarza, blogger en tequedasacenar.com