Cómo la revolución francesa cambió el mundo de los fogones
Que los enfants de la patrie sacudieron con fuerza el orden social y cambiaron la historia de las libertades para siempre es un hecho conocido. No lo es tanto que nuestros estirados vecinos –siempre encantados de conocerse– también cambiaron para siempre la pompa y la circunstancia de la cocina profesional. Fue cuando decidieron rebanar cuellos de monarca en lugar de limitarse a pasar hambre, se ve que el consejo que se atribuye a Maria Antonieta sobre la conveniencia de comer pasteles a falta de pan no les acabó de convencer.
Desde que los cavernícolas inventaron la cocina para gozar más (y digerir mejor) los entrecots de mamut, el hecho culinario forma parte del corpus cultural antropológico que nos une a todos. Cada cambio tecnológico y social también repercute en la forma en que los humanos nos conseguimos y zampamos el alimento.
La revolución marcó el advenimiento de un nuevo orden culinario, el cocinero moderno sustituyó al profesional del Ancienne Regime y los burgueses –la nueva clase social dominante– necesitaron que los chefs salieran de las cocinas palaciegas para guisar en bulliciosos restaurantes abiertos al común de los mortales siempre que tuviese el monedero bien cebado. Egalité siempre que puedas pagarla, claro.
El esplendor de un imperio murient
La cocina de altos vuelos en los siglos previos al ziiiiiiiiiiiip!Clanck! de la guillotina estaba restringida a los comedores de la corte y a los palacios de los nobles potentados. Aunque no crea el lector que los banquetes de la alta edad media eran precisamente sofisticados. Clasistas sí, pero sofisticados no mucho. Valga como ejemplo que el tenedor apareció en las mesas francesas vía la sofisticada maleta de Catalina de Medicis, y su uso se popularizó durante el reinado de Enrique III (1574 a 1589). No se lo pierda querido lector: se usaba el tenedor para situar la comida en el plato y a partir de ahí seguir jamando con los dedos. Que chic.
Ya durante el siglo XVII, en los años inmediatamente previos a la Revolución, empiezan a asomar el hocico las clases menestrales y comerciantes que han amasado algún buen dinero. En este sentido, el primer libro culinario en que aparece escrita la palabra ‘burgués’ es Le Cuisinier Royal et Bourgeois (1705, François Massialot). La voluntad imitadora en busca del prestigio social que manifestó la nueva clase burguesa empujó a los nobles a buscar nuevos refinamientos, que posteriormente fueron vilmente plagiados por la pujante clase de los dineros y así en un bonito ciclo ascendente que terminó a golpe de Gilette King Size.
Esta especie de círculo poco virtuoso causó el nacimiento del roux y las reducciones, amplió la noción de salsa, el descenso del uso intensivo de las especias para así respetar más el gusto original de los alimentos y alumbró también el advenimiento de la mousse. Las mousses nacen para que las señoras y señoritas no hayan de degradarse a mover la mandíbula para masticar, la mousse nace como alimento etéreo y ya masticado: “Al consumir esas salsas sublimes, ese ‘oro líquido’ la humanidad se transforma a si misma. Francia debe a sus salsas el estandarte de la gastronomía. Las salsas forman parte de la buena cocina y gracias a su excelencia la cocina francesa debe su superioridad a la de otras naciones”. Dictionnaire Universel de Cuisine. J. Favre
Ejemplo de un servicio para quince comensales según los cánones clásicos.
La mesa y su organización jerárquica era un estricto reflejo de la organización social. El servicio a la francesa depositaba masivamente los platos sobre el mantel de forma que los situados en el centro de la mesa acceden a prácticamente todas las bandejas, mientras que los situados en los extremos han de pedir por favor constantemente que les acerquen la vianda. Dime dónde te sientas y te diré cuánto vales. Afortunadamente hoy en día utilizamos el servicio a la rusa, con los platos presentados de forma secuencial en la mesa. Mucho más racional, claro.
Aparición del primer restaurante
La palabra Restaurant proviene de la venta del ‘caldo restaurante’ (por restaurador, que repone las fuerzas de quien lo bebe). Fue en 1756 cuando el maestro Boulanger abre en la calle de Poulies (París, no podía ser de otra manera) un local donde sirve estos caldos vigorizantes y alimenticios. Sobre la puerta del local, un cartel rezaba vistosamente la siguiente leyenda: “Venite ad me ommes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos” (Venid a mí, vosotros que tenéis un estómago que grita miseria y yo os restauraré)
Pintura con la esquina donde Boulanger abrió su local en 1756 (Fuente).
Pocos años después, en el 1782, Antoine Beauvilliers abre el primer local considerado como restaurante. El nuevo ordenamiento jurídico se volvió mucho más dinámico y abierto, aboliendo las rígidas medidas proteccionistas de los gremios (en Francia llamados corporaciones). Un estupendo caldo de cultivo, por una parte posibilidad legal de abrir establecimientos para el comercio y el bebercio y por otro lado una patronal a punto de ser liquidada en masa a golpe de vil metal. Ojo, que la guillotina es un método que pretende ser igualitario y que convierte la decapitación en una experiencia humanitaria. Sí, ha leído bien, una forma humanitaria de matar.
El cocinero antiguo vs el cocinero moderno (1842). Fuente
El periodo post revolucionario
Para resumirlo brevemente, los grandes cocineros se quedaron sin jefes. Unos porque directamente habían perdido la cabeza y otros porque emigraron apresuradamente al extranjero en un ejemplo magnífico de flexibilidad laboral. Los que se quedaron no tuvieron otro remedio que entrar rápidamente al servicio de la nueva cúspide social, la burguesía. “Es así cómo se establecen sucesivamente los Méot, Robert, Roze, Véry, Léda, Brigaut, Legacque, Beauvilliers, Naudet, Taullier, Nicole, etc… hoy casi millonarios. No había cien restaurantes antes de 1789… Hoy existen tal vez 5 o 6 veces más!” Almanaque de los Golosos. Grimod de la Reynière. 1803 Cómo los nuevos ricos necesitaban algo de instrucción, nace también la literatura gastronómica: Grimod de la Reynière y Brillat-Savarin. “Nos hemos lanzado en una carrera alimentaria y por eso nos dedicaremos sin reservas a la literatura golosa, que hasta ahora no habíamos cultivado más que in petto, para ofrecer a esos dignos neófitos algunos documentos útiles”. Grimod de la Reynière.
Grimod de la Reynière, el primer gran crítico culinario (Fuente).
Con Grimod de la Reynière nace la crítica gastronómica. Funda jurados que degustan y juzgan con dureza las creaciones de los diferentes cocineros en este momento de gran eclosión culinaria. Estas notas y valoraciones serán posteriormente publicadas en su Almanaque de los Golosos. Los restauradores ansiaban este reconocimiento que era inmediatamente expuesto en sus vitrinas. ¿Qué si tenía forma de estrella y lo patrocinaba un fabricante de ruedas este prestigioso almanaque? Pues no, pero vamos, el concepto y la repercusión monetaria era prácticamente la misma que algunos ejemplos bien actuales… heh.
Las nuevas creaciones necesitaban también nombres golosos, y la nueva realidad social hace que ya no sea tan habitual ponerle el nombre del dueño aristócrata de la cocina donde han sido creados. Mala suerte para los mecenas porque ya no es tan fácil comprarse un plato con el nombre y abundan los que llevan el nombre de su creador. También se pone de moda bautizar recetas con el nombre de algún gran artista como la sopa de puré de caza a la Rossini o el puré de champiñones a la Laguipierre.
La revolución de la revolución llegará posteriormente, durante el s. XIX y su aproximación a una mirada técnica y racional de la gastronomía. Empezando por Carême, creador de la salsa española, la velouté, bechamel, holandesa y tomate. ¿Recuerdan el roux que mencionábamos en los primeros párrafos como innovación unas décadas antes de la revolución? Carême utiliza esa base para crear sus salsas aplicando criterios de variación y enriquecimiento sistemático.
Aunque esta parte quizá sea mejor dejarla para un próximo capítulo en el que admirar con cierta envidia la historia culinaria de nuestros vecinos, estirados y amantes de la baguette.
Texto de Òscar Gómez, bloguero de decuina.net