36 horas muy gastronómicas en Londres con los Adrià
Aterrizo en Heathrow proveniente de Edimburgo. El clima, aunque parezca difícil, es mucho mejor aquí: soleado y cálido. Objetivo: recorrer la exposición sobre el Bulli, que se inaugura al día siguiente –léase 5 de julio– en la Somerset House. La visité dos veces en Barcelona, pero en esta ocasión lo haré con Albert Adrià y a puerta cerrada; lujazo. Subo al tren, luego al metro y dos horas más tarde estoy en casa de Andere, la amiga que me alojará. Sólo dos horas para cruzar la ciudad y llegar a Shoreditch. Nótese la ironía. Siguiendo la pista de José Carlos Capel cenamos en el Humus Bros. del Soho. Fast food del bueno, garbanzos bien cocidos, tratados con cariño hasta convertirlos en una especie de mousse que recubre el fondo de un plato sopero que acabas de rellenar con un topping de tu elección. Opto por emponzoñar la saludable base de legumbres con Chunky Beef, un estofado de ternera cocido lentamente, de sabor concentrado y hebras de carne que flotan en el subconsciente, días después, como plumas. No contento, me zampo un postre parecido a la Panna Cotta originario de Oriente Medio. Lo siento, Italia, este Malabi os gana por goleada láctea. Durante la cena conozco a Ole (léase “Ule”), el novio de Andere es un noruego afincado en Londres, tan alto como encantador y aficionado a construir cabañas en los tejados y a ahumar salmones en el patio trasero de su casa. Volvemos a casa, estamos cansadozzzzz… A las nueve de la mañana, después de un madrugón innecesario y cuarenta y cinco minutos de autobús (pequeña, diminuta ciudad), me presento en el hall del hotel en el que se alojará Albert Adrià. Siempre he sido muy puntual, de los que procura llegar cinco minutos antes, pero esta vez cometo un error de cálculo y me excedo: serán casi noventa. Los mato con dos cafés y una cookie de pasas y trigo integral, mi momento Special K. Albert llega en una furgoneta junto a Juli Soler y el resto de su equipo. Va acelerado como una moto, pero eso no distingue este momento de cualquier otro. Es un tío veloz, preciso, constante. Se disculpa por haber llegado tarde aunque su retraso mínimo, comparado con mi anticipación absurda, es venial: el tráfico desde Gatwick es un infierno. Recuerden: Londres mola un montón, pero nada como una ciudad compacta com clima mediterráneo, llámenme provinciano o enamorado de mi terruño. Albert sube de nuevo en la furgoneta, yo prefiero caminar. En diez minutos estoy en la Somerset, ellos en tres y ya están haciéndose una foto ante la colosal maqueta de elBulli Foundation junto a Ferran, que llegó el día anterior. Ferran me dice que aproveche la ocasión, que lo que tengo es oro, que… no sé, me pierdo. La visita a la exposición es el primer instante sosegado desde que llegué. Y recorrerla junto a uno de sus protagonistas es un privilegio por el que besaría el suelo (me reprimo, seguro que hay cámaras). Albert me cuenta como al principio, en elBulli, sólo pensaban en ir de fiesta. Me vienen a la cabeza las descripciones de Bourdain sobre sus colegas cocineros e imagino a una panda de pendencieros deshaciendo la carretera de Cala Montjoi hacia Roses para cerrar todos los bares y discotecas. Me pregunto, le pregunto, por qué Juli Soler, teniendo elBulli dos estrellas Michelin, ficha a un desconocido e inexperimentado Ferran Adrià, primero, y a él mismo un año más tarde. Lo mismo se pregunta Nick Lander en su libro The Art of the Restaurateur, el crítico del periódico Financial Times me lo confesará más tarde, cuando termine la visita y le entreviste, pero eso es otra historia. Albert no encuentra una respuesta. Me enseña una foto en la que aparece jovencísimo, apoyado en el hombre de José Andrés. Durante la visita, Albert se detiene ante un panel retroiluminado con una extensa recopilación de fotografías de platos de elBulli. Piensa en voz alta sobre cómo podría mejorar tal o cuál receta. Admite que determinados platos fueron errores, y que otros, aciertos surgidos de la casualidad. Una mujer coreana con la que nos cruzamos le recomienda combinar kimchi con ostras. Se le ilumina la cara, lo anota en alguna libreta mental que siempre lleva encima. Volvemos a la exposición: nos detenemos ante una vitrina en la que se exponen diversos artilugios, maquinaria empleada para cocinar. Me señala una especie de zarpas de Freddy Krueger romas y redondeadas que usaba para elaborar macarrones de gelatina cuando le pregunto por algo que le haya satisfecho especialmente durante los veintitrés años en elBulli. ¿Ninguna receta? Habla vagamente de un postre llamado Fuego. Señala unos atillos de mango que servía en un plato en cuya base dibujaba su firma. Con especial emoción se refiere a la Cruz con la que recreaba la mitología de Antoni Tàpies. Llegamos al final, a la maqueta de la fundación en la que se metamorfoseará elBulli en 2014. Falta agua, dice. Nos despedimos hasta la tarde. Como cerca de la Somerset, me veo incapaz de enfrentarme a la movilidad londinense de nuevo. Me siento en la terraza del Wellington, un pub de la calle Strand, y pido Fish and Chips, un plato que data de 1860 y fue introducido en Londres por inmigrantes judíos portugueses y españoles. Por cierto, aún hay esperanza: en Inglaterra, ante los 10.500 locales especializados en Fish and Chips, sólo hay 1.200 McDonald’s o 350 Kentucky Fried Chicken. Pasaré la tarde en la inauguración de la Somerset. Presentan la exposición ante los medios e invitados la directora del centro cultural, Gwyn Miles, el secretario general de Presidència, Jordi Vilajoana, y el muy esperado Ferran Adrià. Albert se parapeta en segunda fila y rehuye las cámaras cuando terminan los parlamentos, prefiere tomarse una caña con su mujer, que le acompaña en el viaje. El día está a punto de terminar pero aún guarda una sorpresa. Andere, mi amiga, que también estaba invitada a la inauguración, me pregunta si me apetece ir a casa de su novio y ver su ahumadero de salmón. Pues claro, no me lo pierdo. Una hora y media más tarde estamos en la cabaña donde trabaja Ole. Tiene un piano junto al ahumadero, dice que a los salmones les sienta bien la música. Me revela la proporción de haya (70%) y enebro (30%) que emplea, y que la primera madera aporta un aroma dulce mientras que la segunda confiere al salmón notas de bosque. Empezó el negocio con trescientas libras y una antigua receta familiar que data de 1923. Ahora provee a algunos de los mejores retaurantes a de Londres, como el Albion o el Nopi de Yotam Ottolenghi. Cuando lo pruebo, constato que esta maravilla rosada, traída de las Faroe, alcanza el nirvana gracias al humo de Ole. E imagino un futuro en el que viajo por la península vendiendo salmones. Quién sabe.