El cliente no siempre tiene (toda) la razón
Con frecuencia se habla de qué deben hacer propietarios y trabajadores de establecimientos gastronómicos para merecerse una cierta fama (como si fuera un imperativo irrenunciable) y, aún de forma más frecuente, de lo que no deben hacer (aún más imperativo y más irrenunciable). Todo sea por no vulnerar los derechos del consumidor. Sin duda algo necesario aunque, como todo en la vida, mejor en su justa medida. Al dente. Quizá –y digo quizá– este celo a la hora de hacer crítica de este colectivo desemboca en obsesión. O, mejor dicho, en distracción. Estamos tan pendientes de mirar la paja en el ojo ajeno que muy a menudo (¡ojo! no siempre, sin catastrofismos) nos olvidamos de darnos cuenta que tenemos una viga de proporciones bíblicas en el propio. Llegados a este punto, y antes de seguir con la perorata, conviene hacer un breve paréntesis. Que no se malinterprete lo que aquí se escribe. Sí, existen garitos con mala comida y peor servicio; y nada más lejos de la intención del que escribe que hacerle el juego a los propietarios de cualquiera de esos locales. Pero el equilibrio cósmico dicta que también los hay en sentido contrario y que, a pesar de ello, seguimos observándolos con la misma furia que a los primeros (quizá por la inercia adquirida tras visitar a los primeros, quién sabe). El caso es que a veces le da la sensación a uno que a cierta gente le satisface la sangre. Y no me refiero a la de un señor chuletón alavés al que se le enseña la plancha solamente para que se asuste. Tampoco se trata de ponerlo en el plano de derechos y obligaciones. Que no nos engulla el formalismo. Se trata de aceptar que, en esto de acudir a un establecimiento gastronómico, todos nos mojamos (o deberíamos). Sea cual sea el tipo de establecimiento. Lo que ocurre al acudir a un bar o un restaurante, sea el de siempre o uno nuevo, parte de lo mismo. Unos atienden y otros quieren ser atendidos. Y cuando parte, lo hace porque lo que ocurre en uno de estos establecimientos –por suerte para el género humano– es más que un simple contrato de compraventa de mercaderías. No sería descabellado recordarle a la gente que acude a un bar, bodega o restaurante a degustar su comida y/o bebida que comemos/bebemos en casa ajena. Y no estamos solos. Cuando uno toma posiciones en un local de restauración, la relación es de dos. De dos partes que deben implicarse. Si el que cocina y sirve debe estar implicado y hacerte feliz durante tu estancia (lo que llaman ahora experiencia gastronómica), por qué no devolverle otro tanto de lo mismo. No se trata de hacerse amigo del mesonero para toda la vida e irte de copas con él, sino simplemente de generar karma, eso que de forma inmejorable postuló Earl Hickey en esa gran serie que fue Me llamo Earl. Puede que los que te atiendan no tengan el mejor día de sus vidas, pero nunca está de más intentar, cuanto menos, que la cosa no empeore. Pocas cosas hay más baratas que ser amable y, si ellos han de serlo por definición y exigencia, ¿por qué no los que acudimos en condición de clientes? El cliente no siempre tiene –toda– la razón. Pero no por el mero hecho de pagar una cuenta al acabar la velada. Con el asunto del km 0 y la búsqueda de material de calidad, a veces se pueden marear entre tanto proveedor. Nada de decálogos ni códigos de buenas prácticas. Sentido común y ganas de darlo todo. Cuántas veces han oído eso de “sal y diviértete”. Pues eso. Y sin excusas. Texto de Alberto García Moyano, bloguero de Enocasionesveobares.com