La excelente simplicidad de la cocina a la sal
Probablemente, tras el crudo, propio de la cultura japonesa ya universalizado, sea el cocinado a la sal la técnica más respetuosa con las características del producto, sea este carne o pescado (e incluso vegetales como las patatas). En el caso del pescado, además, se trata de una técnica coherente con el propio entorno marino del animal. No en vano, si bien los orígenes del uso de la sal para cocinar (además de como sistema de desecación-conservación) se pierde en el tiempo, se sabe que es una técnica milenaria de los pescadores del Mediterráneo, que creaban una cubierta de sal sobre el pescado que no iban a vender sobre una tabla de mármol que ponían sobre el fuego, hecho con cañas y carbón, en el mismo barco. Como en tantos otros casos -véase el arroz caldero- una elaboración surgida de la necesidad, del medio y de la sencillez propia de un entorno de trabajo dio el salto a los manteles y pasó a convertirse en una especialidad gastronómica apreciada y extendida por todo el Levante y sur de la Península.
Ángel Buendía, gerente del restaurante Ramón (los Ramones, como es popularmente conocido), en Los Alcázares, un auténtico templo de la cocina del pescado, asegura que “lo llevamos haciendo desde siempre, especialmente con las doradas y las lubinas; pero como el pescado que tenemos es siempre fresco y de primera calidad, si nos lo piden, podemos hacer a la sal cualquier pescado que tenga un tamaño apropiado”. Al propio Buendía se le hace la boca agua recordando que especialmente los lenguados: “Cuando entran, hechos a la sal, son un bocado exquisito, y no digamos unos buenos salmonetes del Mar Menor; eso es un espectáculo”. Pero no para aquí el uso de la sal para enterrar en ella productos del mar: gamba roja, cigalas y otros mariscos son también envueltos en su sarcófago salino a mayor gloria de los agradecidos estómagos de los clientes.
Y es que la técnica permite que el producto se haga sin que toque directamente la fuente de calor. La sal al secarse por la acción del horno se endurece y se filtra en su cantidad justa en la carne del producto realzando su auténtico sabor. José Antonio Nieto, propietario del restaurante cartagenero El Barrio de San Roque cuenta que “nosotros hacemos todo el marisco cubierto por sal, dejando la zona de las cabezas al aire para controlar su cocción. Y los clientes lo aprecian mucho porque el marisco no toca la superficie de calor y se mantienen todos los jugos en el producto”. Así que gambas y cigalas pero también doradas, lubinas, sargos reales, corvinas y cualquier especie que tenga escamas, acaba poniéndose su blanco manto salado. “Sin limpiar el buche, como antiguamente -aclara Nieto- que si el pescado es fresco y de calidad no es necesario”, apostilla.
En La Pequeña, en el centro de Murcia, Miguel López, que conoce la dorada a la sal “de toda la vida, desde que era pequeño” hace desfilar por su horno, en su mortaja de sal no solo los clásicos del Mar Menor. “Un buen rodaballo de dos kilos está magnífico así cocinado, y las quisquillas, lo mismo. Eso si, en este caso hay que tener mucho cuidado con el tiempo; son muy delicadas y no puedes darles más de 3 minutos o empezarían a resecarse”, advierte.
Este tipo de elaboración ancestral está vinculado también a la existencia de diferentes salinas a lo largo de la costa mediterránea y, en Murcia concretamente las de Marchamalo, en el Mar Menor, o las de San Pedro del Pinatar en el Mayor, explotadas desde la época romana. Y a espaldas de grandes montañas blancas se ubica el restaurante Mar de Sal, frente a la playa de La Llana. Su propietario, Antonio Ballester, ofrece desde hace 10 años las consabidas y siempre apreciadas doradas y lubinas, pero también todo aquel pescado de cierta envergadura y con escamas que el cliente quiera pedir. Y además, gambas semienterradas en sal y otros mariscos. Más al sur, frente a la bocana de Cabo de Palos, de las cocinas de La Tana salen espléndidos salmonetes a la sal, lenguados de 700 gramos, además de las consabidas doradas y lubinas. Su gerente, Javier García Romero, explica que “hemos probado también con el dentón, pero nos parece que queda un poco seco; y desde luego, usamos una cama de sal para que el marisco repose sin que su carne toque la fuente de calor: gamba y quisquilla son productos muy demandados por los clientes”. García Romero precisa: “se trata de un sistema de cocción sumamente respetuoso con el producto que exige además pescado muy fresco y de calidad”.
Pero no solo de pescado vive el hombre. No es tan habitual, pero nos encontramos también referencias de piezas de carne cocinadas bajo un cofre de sal. El propio Raimundo González Frutos -la gran figura de la gastronomía murciana de todos los tiempos- refiere una de sus recetas de pollo así elaborado; y, por extensión, pavo a la sal. Pero hoy encontramos en Murcia un lugar donde podemos comer un magnífico solomillo de ternera a la sal. Michel Angelov, chef del restaurante La Fragua de Vulcano, cubre la pieza de ración con jamón serrano -a la manera de la piel escamada de un pescado- y luego cubre el conjunto con sal. Ocho minutos en un horno de brasas Josper a 300 grados y la carne está lista. O no: “después flambeamos el conjunto con coñac, con lo que eliminamos un exceso de notas ahumadas que provoca el Josper, y así matizamos los sabores”, aclara el chef. Una crema de micuit y unos toques de miel de caña completan este suculento plato. Pero es que esa misma técnica combinada -caparazón de sal y posterior flambeado- es la que usa también con los pescados. “De hecho, un ejemplar de 1 kilo con 16 minutos sale especialmente jugoso, porque el Josper es un horno totalmente seco”, precisa.
La sal era usada en el Imperio Romano como moneda de pago a las legiones. Se les retribuía a los soldados con sal, que equivalía a su peso en oro. La palabra ‘salario’ tiene precisamente, ese origen. Hoy sigue teniendo un gran valor, al menos gastronómico, siendo el condimento más usado. Y la cocina a la sal, tan propia de nuestras costas, es la mejor expresión de esa importancia.