Comer palomitas en el cine: ¿dónde nace esta costumbre?
Mi amigo Jordi Luque Sanz en aplicación de su glosario gastronómico de postureo publicado hace unos días en este mismo espacio me llamaría glotón, tragaldabas, carpanta, o lo que es lo mismo foodie. Más allá de la consideración que tenga de mí mismo en lo gastronómico, una de las cosas que también soy es cinéfilo. Aficionado al séptimo arte de aquellos que les gusta ir a las salas y ver las películas en versión original, siempre que se pueda, y por supuesto, durante mucho tiempo, enemigo de aquellos que gustan de comer palomitas durante la proyección.
Han sido años de infructuosa lucha contra lo que consideraba una costumbre deleznable, a base de miradas de hiriente reprobación, chasquidos de disgusto cada vez que oía el crujir de una palomita e incluso auténticas y airadas exclamaciones de “¡¡¡poooor favoooor!!!” cada vez que oía los “slurps” de alguien sorbiendo refresco por una pajita. Obviamente ellos eran más y fui derrotado inapelablemente, como era de esperar. Así que apliqué eso tan sobado del si no puedes con ellos, únete a ellos y decidí relajarme y comer yo también palomitas en el cine.
Pero, ¿de dónde viene esa costumbre? ¿Cuándo, cómo y por qué se originó? Eso voy a tratar de explicarles hoy. A nadie extrañará que lo de las palomitas venga de EE.UU, país palomitero por excelencia. Habrá personas para las cuales el binomio cine-palomitas habrá existido siempre, pero nada más alejado de la realidad.
La primera rareza es que fueron balleneros estadounidenses los que, a principios del siglo XIX y desde Chile, trajeron a Nueva Inglaterra la variedad de maíz que se usa para las palomitas y desde donde se propagó rápidamente por todo el país. Seguramente la gente encontraba muy divertido ver cómo los granos de maíz explotaban (más información en este genial post de Òscar Gómez: Palomitas, un paseo ligero por la ciencia en la cocina). En 1848 el vocablo popcorn ya aparece en el Dictionary of Americanisms, muestra inequívoca de su popularidad como snack.
Las palomitas se encontraban por todas partes: ferias, circos y cualquier lugar relacionado con el entretenimiento. Lo que permitió tal explosión fue, por decirlo de algún modo, su movilidad. En 1885 Charles Cretor inventó la primera máquina de vapor portátil para hacer palomitas, que rápidamente inundó las calles e hizo extremadamente fácil venderlas a las puertas de cualquier evento deportivo, por ejemplo. De hecho, los únicos sitios en los que no estaban presentes eran los cines y los teatros.
Los dueños de salas de cine no querían tener nada que ver con las palomitas, pues el modelo que ellos intentaban recrear era el de los teatros: suntuosas salas llenas de alfombras, cortinajes y lámparas de cristal en las que el popcorn, creían, no pegaba ni con cola. Era la época en que los cines aspiraban a reunir en su interior a los más pudientes, para los cuales el olor de las palomitas recién hechas podía resultar ofensivo por su asociación con los aperitivos populares, además de que se consideraba que el ruido que se hacía al comerlo era una distracción intolerable.
Pero cuando llegó el cine sonoro en 1927, las salas se pudieron abrir a una clientela más amplia, pues ya no hacía falta saber leer para disfrutar de una película, y además el sonido, en cierta medida, podía disimular el crujir palomitero. De todos modos, los propietarios seguían sin verlo claro hasta que llegó la Gran Depresión que, paradójicamente, constituyó una gran oportunidad para el cine y para las palomitas. Ir al cine y comer palomitas eran dos lujos que mucha gente podía permitirse.
Si el aroma de las palomitas no hizo que los propietarios de la salas olieran de inmediato el negocio que tenían delante de sus narices, sí lo hicieron los miles de vendedores callejeros que rápidamente instalaron sus máquinas y puestos portátiles en las puertas de las salas. Al parecer, los propietarios hasta llegaron a poner carteles en los que se pedía a los clientes que dejaran sus palomitas en el guardarropa junto con sus abrigos. Las palomitas se habían convertido en el primer snack clandestino. Todo por mantener las apariencias.
Claro que los cines tampoco estaban adaptados para acoger a las máquinas para hacer palomitas. No tenían tubos de ventilación, por ejemplo, pero como cada vez más gente acudía a las salas con la bolsa de palomitas en la mano, no podían seguir ignorando el fenómeno por mucho tiempo. Así que empezaron a dar la concesión a algunos de estos vendedores ambulantes para que vendieran sus palomitas, a cambio de una tarifa diaria, y que vieron el cielo abierto, pues de esta manera podían vender popcorn a la gente que iba al cine y a los transeúntes.
A mediados de los treinta, el negocio del cine se derrumbaba, pero aquellos que, ni que fuera tapándose la nariz, servían palomitas conseguían salvar la cara. Así que por fin los propietarios entendieron que vender palomitas y otros snacks podía salvar sus negocios y llenaron las salas de concesiones para su venta.
Con la Segunda Guerra Mundial, el matrimonio cine-palomitas se hizo aún más fuerte y ya podríamos decir que eterno. La venta de refrescos y caramelos dependía del suministro de azúcar que en esos tiempos era escaso, entre otras cosas, porque Filipinas estaba en manos de los japoneses, y en 1945 la mitad de las palomitas que se consumían en Estados Unidos se comía en los cines. Las mismas salas empezaron a promocionar el consumo de palomitas en anuncios que se proyectaban antes de empezar la proyección o en los intermedios.
El más famoso de todos fue el que se llamó “Let’s All Go to the Lobby” del año 1957. En los 60 la popularización de la televisión hizo que la gente viera más televisón y se quedara más en casa y acudiera menos a los cines. Pero la industria de las palomitas estaba decidida y preparada para adaptarse a los nuevos tiempos y muy pronto empezaron a salir al mercado palomiteros y todo tipo de utensilios para hacer las palomitas uno mismo y poder ver la película de la noche sin renunciar al snack cinematográfico por excelencia.
Ya en la década de los 70 del siglo pasado, aparecieron las palomitas para microondas (hubo marcas de microondas que promocionaban sus aparatos con anuncios en los que aparecían haciendo palomitas) y definitivamente nunca más tuvimos excusa para no ver una película con un buen balde de palomitas crujientes en el regazo. PD: Si alguien quiere saber algo más, puede leer este libro Popped Culture: A Social History of Popcorn de Andrew Smith.
Texto de Albert Molins