Las leyes del aceite de oliva
Estaré contento si al final se consigue hacer más visibles a los productores de aceite de calidad –sin olvidar a los pequeños– y más restaurantes se vuelven prescriptores –los buenos ya lo son– de nuestros excelentes extractos de oliva, sean de monovariedades o cupajes de autor. Ojalá fuera la manera de concienciarnos por fin de la suerte que tenemos de vivir en un entorno donde los olivos dan su mejor zumo. Si hace tiempo conseguimos hacer el vino inseparable de información como la denominación de origen, la marca, el grado alcohólico, las variedades de uva y otros datos de la etiqueta que aportan valor, quizás ya es hora que este bien de Dios de casa reciba la misma consideración, aunque en el caso del aceite no nos tengan que abrir la botella cada vez que vamos al restaurante –la monodosi no me convence, ya os lo digo ahora–. Bien medido, el precio difícilmente puede ser una excusa. Pero también encuentro triste tenerlo que hacer por ley. Pensar que, viviendo donde vivimos, no somos capaces de considerar imprescindible en casa y en el restaurante un buen aceite virgen extra; saberlo diferenciar y exigir. Que no nos guste, incluso, aliñar con alguno más sabroso, usar aromáticos para el pan con tomate y finos para los salteados; jugar, probar, descubrir de nuevos... Que no tengamos cultura, conocimiento y devoción... En casa lo compro todo virgen extra, a menudo en garrafas, y lleno las aceiteras, que en este país se han diseñado las mejores. Encuentro triste tener que legislar, también, las costumbres en mesa.