Menú navideño: tradición y modernidad en la mesa
Además de los estudiantes, los belenes, el árbol o los turrones, lo que ineludiblemente vuelve a casa por Navidad es la entrañable reunión familiar en torno a una mesa. Las cenas más especiales son las de Nochebuena y Nochevieja, si bien la segunda tiene menos apego hogareño y más de celebración social hasta el punto de que muchos grupos de amigos se reúnen en hoteles para despedir el año en un cotillón o viajan para hacerlo en otro rincón más soleado. La del 24 de diciembre es otra cuestión. Es una cita que viene marcada por su origen religioso y ello ha condicionado hasta lo que se cocinaba en los fogones vascos. Existe constancia que desde la Edad Media, cuando los caseros rendían cuentas por sus cosechas ante los señores, debían entregarle por estas fechas la renta anual en especies y uno o dos capones como añadidura. Si la relación era buena, el dueño correspondía compartiendo la cena y obsequiándoles con la denominada “pescada”, generalmente una pieza de bacalao, que era el plato principal de la celebración navideña. El menú tradicional de Nochebuena constaba de inicio con un plato de berza condimentada con ajos y aceite, si bien en zonas más próximas a Navarra se utilizaba también el cardo. Los garbanzos, la coliflor o la sopa de pescado también estaban presentes en muchos hogares. A continuación, como se respetaba escrupulosamente la vigilia, llegaba el plato de pescado, bien bacalao o bien besugo asado, dependiendo de las posibilidades económicas de la familia. Como postre, en Vizcaya y Guipúzcoa se estilaba la intxaursaltsa, salsa de nueces y por la zona de Navarra la capoi-salda, un caldo de capón con azúcar y almendras, aunque lo más extendido era la siempre discreta compota de manzana o las no menos modestas castañas asadas. Si algunos alimentos eran especiales para una cita especial, no lo era menos el pan con el que se acompañaba la cena. Era un pan de trigo, elaborado con “harina de flor”, que durante el año no se comía en casa, pero sí se hacía para la ofrenda de la iglesia. Este pan de Nochebuena venía acompañado de todo un ritual, puesto que tras ser bendecido por el padre de familia y cortado en forma de cruz, la primera porción se destinaba a los fallecidos del hogar. El trozo se guardaba debajo del mantel o se envolvía en una servilleta y se guardaba después de la velada en un armario hasta que momentos antes de la cena del año siguiente, se quemaba. También se le otorgaban poderes curativos y si algún familiar caía enfermo durante el año se le daba un poco de ese pan. Así mismo, en pueblos marineros, también se lanzaba un trocito al mar para aplacar tempestades. Pero no sólo de pan vivía el hombre en aquella época y precisamente la Navidad, junto con las fiestas patronales y las fechas del trillado, eran los únicos momentos del año en los que los manjares se regaban con un poco de vino. Nada se sabía aún del cava y como mucho la sidra se hacía un hueco en algunas casas. Con el paso de los años, las costumbres religiosas se fueron desprendiendo de distintos corsés y la vigilia se estabilizó en los viernes previos a la Semana Santa. Con ello, aunque se mantuvo siempre el pescado, con una paulatina incorporación del chicharro al menú, las cenas navideñas fueron dando cabida también a la carne, sobre todo, de oveja, de cabrito y de cordero, además de los capones y las gallinas. Aunque lejos todavía de la posterior producción industrial de mazapanes, polvorones y turrones, en Euskadi, sobre todo en zonas urbanas y de forma muy artesanal, también se elaboraban este tipo de dulces a partir de almendra molida, azúcar, miel y en ocasiones anís, todo ello mezclado en caliente. Los tiempos avanzaron y tras la dura etapa de la guerra civil y la posterior época de hambrunas, el progreso económico llevó a un mayor poder adquisitivo y ello a su vez a que las cenas de Navidad se convirtieran en pantagruélicos muestrarios de todo tipo de alimentos. Hoy en día, en pocas mesas falta el marisco, los espárragos, unos fritos variados o el embutido ibérico entre los entrantes, pero pese a la enorme diversificación del menú, sigue habiendo algunos platos especialmente típicos. Entre los productos del mar, el mismo besugo sigue siendo uno de los platos estrella cocinado mayormente al horno, aunque también la merluza y los txipirones son muy demandados en las pescaderías, donde los más pudientes tiran de cartera para hacerse con un buen puñado de angulas. En los años previos a la crisis y en época navideña se han llegado a pagar unos 2.000 euros por el kilo de ellas. La forma tradicional y extremadamente simple de prepararlas es en una cazuela con aceite de oliva, ajo y un poco de cayena. Entre las carnes, el plato más clásico es el cordero asado al horno, aunque el abanico comprende también el lechazo o el cochinillo sin olvidar unos buenos solomillos o las chuletas de ternera. Fuera del pescado o la carne, en muchas casas sólo en estas fechas se consumen los caracoles, generalmente cocinados en salsa vizcaína y que después de años de ingrata labor de las abuelas, ahora se venden limpios en tarros e incluso ya preparados para comer. Por lo que a repostería se refiere, la tradición se ha perdido y la variedad es infinita, tanto entre las tartas caseras como entre los dulces que se pueden comprar. A los niños, sin embargo, se les recomienda que no abusen de ellos porque deben de dormir bien para levantarse al día siguiente y disfrutar de los regalos que si han sido buenos les traerá Olentzero, el viejo carbonero que baja del monte ese día cargado de obsequios. Texto de Igor Goikoetxea