Un engranaje insostenible
Cuando todavía no nos habíamos alejado de donde se hacen las cosas, su ciclo condicionaba nuestra manera de vivir. Hacíamos vacaciones en el colegio para la cosecha; celebrábamos la fiesta mayor entre la siega y la vendimia; ayudábamos a los vecinos cuando mataban al cerdo; íbamos a buscar setas, caracoles, espárragos o hierba para los conejos; llevábamos al ganado los restos de lo que habíamos comido … Cuando aún no nos habíamos alejado de la producción alimentaria, cuando vivíamos envueltos de aquello que después poníamos en la cazuela, viéndolo crecer y ayudando a cuidarlo, nadie nos tenía que decir cuándo había llegado el tiempo de los higos, cuándo llegarían las granadas, cuándo las naranjas empiezan a estar buenas o si ha llovido –y no ha soplado mucho viento– para que salgan robellones. No teníamos tantas manías, nos gustaba todo y entendíamos a la abuela cuando nos decía que tirar la comida es pecado. Porque lo es. Pero últimamente hemos vivido aislados en una burbuja de falsa seguridad, despreocupados de dónde, quién y cómo se hacen nuestros alimentos. Alguien nos los trae a casa, en línea en unos estantes siempre planos; siempre con un idéntico aspecto, calibre y color. Nosotros nos limitamos a tirar las sobras y cualquier cosa caducada o mustia para comprar más. Ingenuos irresponsables, somos un eslabón de esta cadena de derroche insostenible económica, medioambiental y, sobre todo, éticamente. Texto de Toni Massanés publicado originalmente en el suplemento QuèFem? de La Vanguardia