Una propuesta contra el desperdicio de comida
Recientemente hemos tenido ocasión de conocer la publicación de la Guía para la reducción del derroche alimentario en la hostelería promovida por la Fundació Alicia y la Oficina de Medi Ambient de la Universitat Autònoma de Barcelona. Vista la falta de criterio a la que últimamente nos hemos acostumbrado, se antoja muy necesaria y, por tanto, recomendable. He llegado a oír por ahí que la guía no es más que un compendio de recomendaciones oportunistas e insostenibles (otro bonito palabro) que no hacen más que aprovechar la protomoda que algunos atribuyen a Jordi Évole y su célebre episodio de Salvados, en el que se denuncian ciertas costumbres relacionadas con la –conocida como– industria de la alimentación a la par que se dan –más– a conocer los bancos de alimentos. A veces se aprecia cierta contradicción entre los términos “industria” y “alimentación”, pero seguramente son pensamientos impuros. Llamarle a esta suerte de fenómeno oportunismo es, cuanto menos, desafortunado. Lo que se aprecia tras leer la guía (otro hábito recomendable) es que se va más allá, ampliando el ámbito de actuación. Llega a las cocinas de casa y de profesionales. Con datos, pero sin catastrofismo. O no todo el que podría dársele. Tampoco sería necesario. Pero, vamos a lo que toca. Dejemos la difusión del fenómeno a un lado y pasemos a seguir la estela del empujón y propongamos ideas y mejoras. Sin obsesiones, que nos conocemos. Nos gustan las burbujas más que a un tonto un lápiz. Y se podría argumentar que el tema no merece participar del burbujeo habitual. Recientemente volví a topar con una forma de ahorro y sostenibilidad gastronómica con mucho rock'n'roll que, por su falta de práctica por estos lares, casi la tenemos olvidada. Se trata de cómo bares y restaurantes, cuando te han saciado de su buen comercio y bebercio, tienen el gesto de decirte que si no puedes con todo, te lo envasan y te lo dan (siempre que sea posible, eso también). Y a estas alturas alguien se rasgará las vestiduras. La mala educación o la imposibilidad de envasar ciertas delicias culinarias podrían entrar en la quiniela de pretextos para seguir conquistando las Galias. Seguramente ese alguien no recuerda el bocadillo envuelto de papel albal con el que afrontaba las jornadas escolares. Ahora, tiende a llamársele fast food. Es lo que tiene el mundo (pos?)moderno, que genera lagunas de memoria. Aunque sólo sea en contadas ocasiones. Se esté conforme o no, no me digan que si sobra una buena porción de comida y no se reutiliza en forma de croquetas, canelones y análogos (un gran activo de las fiestas navideñas), tirarla no es una pena. Si se disfruta de ello, siempre interesa. No se trata de que se le sugiera al mesonero (nada de imposiciones bruscas) tener un envase que le perjudique, sino algo que sirva lo suficiente como para darle su destino final en casa. Y ahí buscar el mejor desenlace. Desde recalentarlo hasta complementarlo con algo. El plato reconvertido en tapa. Volvemos siempre a lo mismo. Cerveza y/o vermut a mano y combo completo. Vida extra. Si a ello le sumamos que, los que somos clientes, podríamos salir más del armario y olvidarnos de tabúes, se podría contribuir a que los sufridos bancos de alimentos (por mencionar el que ahora es el buque insignia, para desgracia colectiva) no estuvieran tan solos en la labor que desempeñan. ¿Por qué no intentarlo? ¿Qué se puede perder en ello? Desde luego, el “no” ya lo tenemos. Tanto mesoneros como clientes. Texto de Alberto García Moyano, blogger de Enocasionesveobares.com