Rodrigo de la Calle ha sido uno de los pioneros de lo que se ha dado en llamar “la revolución verde”, la tendencia de la cocina actual que apunta a los vegetales como eje de la gastronomía. Él creó ese concepto, lo mismo que el de Gastrobotánica, incorporando a la alta cocina variedades vegetales apenas conocidas. Fue de los primeros en ofrecer a sus clientes un menú radical a base de frutas, verduras y hongos en el que la proteína animal era un simple sazonador de los platos. En su restaurante madrileño El Invernadero, donde se instaló hace tres años, lleva al extremo esa cocina verde con salsas, jugos y fondos cien por cien vegetales, que complementa con bebidas fermentadas. Y sigue investigando con productos como la ficocianina, proteína que se extrae de las algas, con propiedades antioxidantes y que da un color azul a bebidas y platos como ese arroz marino caldoso que forma parte de su actual menú. Un menú en el que el comensal decide si lo prefiere íntegramente vegetal o no. Lo cierto es que sus platos gustan incluso a quienes no compartimos demasiado el concepto de comida vegetariana.
El Invernadero es un local bucólico, lleno de plantas, con un piar de pájaros como fondo musical. La cocina abierta al fondo y mesas de madera sin mantel, aunque con bajoplatos y soporte para los cubiertos. Y los propios cocineros, incluido Rodrigo de la Calle, sirviendo y explicando los platos. Entre las varias opciones de menú, el más completo es el llamado Vegetalia, una degustación de más de veinte tapas frías, calientes y dulces con las últimas creaciones de la temporada. Menú para omnívoros ya que hay algunas proteínas animales. Los panes, estupendos el de licopeno y el de centeno y té matcha que se hacen expresamente para cada servicio, y los postres se elaboran también en el restaurante. Para beber hay bebidas probióticas y otras vinificadas que elaboran ellos mismos (cava de jazmín, fino con hinojo, vino de apio o de remolacha…), pero no se asusten los partidarios de lo clásico porque también se ofrece una buena carta de vinos convencionales.
El menú es una sucesión de bocados que nos reconcilian con el mundo vegetal. El estupendo tartar de remolacha amarilla presentado como un taco en hoja de shiso; el sabroso escabeche de zanahoria con habitas y tirabeques que aportan un toque crujiente; las vainas con una demiglace de setas y huevas de trucha (más una innecesaria laminita de oro); o el original y logrado niguiri de pimiento y calabacín, aderezado con una soja casera. Y sigue el festival con dos grandes platos, el magnífico ceviche vegetal y la sopa agripicante de espárragos silvestres a la brasa, en la que la grasa es aceite de sésamo. Baja algo el nivel con el apio salteado al wok con curry verde de cacahuetes y con el puerro con pera asada, una combinación algo extraña. Pero nos recuperamos enseguida con las potentes berenjenas al ajillo negro con puré de patata y los boletus a la crema con kale frito y trufa con una yema de huevo debajo.
Otro bache, algo lógico en un menú tan largo, con el arroz marino caldoso con mejillones y caldo de anguila, el único plato íntegramente de proteína animal, pero con escaso sabor y el arroz muy entero. Un buen queso stilton con achiote da paso a unos postres frescos y ligeros: una mouse helada de jengibre y melón, un plato de cerezas y yogur, y una arriesgada tatin de apionabo y café francamente buena. Lógicamente el menú hay que rematarlo con alguna infusión digestiva entre el amplio abanico que se ofrece. Cuando se acaba, pese al elevado número de bocados ingeridos, la sensación es de gran ligereza. No pesa la comida como en otros menús más convencionales. Una alternativa muy atractiva que justifica la estrella que ostenta.