¿Debemos dejar propina? ¿Siempre, nunca, a veces?
Mi padre es uno de los hombres más sabios que he conocido en mi vida, pero de un tiempo a esta parte, tiene la curiosa costumbre de no dejar nunca propina en los restaurantes en los que come. Suele pagar con tarjeta de crédito y tampoco lleva mucho efectivo encima. Durante un tiempo, mi madre intentó convencerlo de lo equivocado de su política de propinatoria y ante la negativa de mi amado progenitor de rectificarla, pues también es una de las personas con más determinación que he conocido (él lo llama ser inasequible al desaliento), ella dejaba la propina. Hasta que se dio por vencida, como en muchas otras cosas con mi padre a lo largo de más de cuarenta años de matrimonio. Debo confesar que era divertido y hasta enternecedor contemplar esa batalla de mentirijillas entre los dos por dejar o no gratificación para el servicio de sala y reconozco que a veces acudí al rescate de mi madre y yo mismo fui el que apoquinó con la consabida gratificación, pues sabía que mi padre no iba a dar su brazo a torcer. Por cierto, es doctor en Economía y licenciado en Derecho. Así que los dineros y el sentido de la justicia son lo suyo. Los argumentos que esgrime para tan recalcitrante actitud se los pueden ustedes imaginar. Que él paga lo que pone la cuenta religiosamente y que no entiende que se deba dejar un dinero extra a modo de gratificación por llevarle los platos de la cocina a la mesa y servirle el vino. Que eso se sobreentiende que va en el precio. Que el propietario del local se encargue de pagar a los camareros lo que crea oportuno y que le dejen a él tranquilo. Lo de repartir dávidas porque el servicio haya sido amable, atento y le hayan dado todo tipo de explicaciones sobre lo que ha comido o sobre algún plato no incluido en la carta, ya le parece una broma de mal gusto. A fin de cuentas, dice mi padre, es su trabajo y se supone que tienen que hacerlo bien, o lo mejor que puedan y sobre lo de ser amables y atentos, no entiende que pueda ser de otra forma, pues la gente bien educada así debe comportarse con sus semejantes. Así trata él a sus clientes. Y a fin de cuentas, y éste es el argumento definitivo para el hombre que me dio la vida, él, que tiene 72 años y que aún se mantiene en activo y trabaja más horas que yo (y les aseguro que yo trabajo un montón), nunca ha recibido propina alguna por su trabajo. Su sueldo y punto. Eso lo digo más que nada para que no crean que es un viejo mochales y excéntrico. Así que la pregunta ya está formulada. ¿Debemos sí o no dejar propina en los restaurantes? Si la dejamos, ¿tiene que ser siempre o sólo si el servicio ha sido fuera de serie? ¿Y si el carta pone servicio incluido? Y si pone que se cobrará tantos euros por servicio, ¿podemos entender que eso es la propina y que por tanto no hace falta que la dejemos? Y les recuerdo a los honrados hosteleros que aún cobran por este concepto que es ilegal hacerlo. Recuerdo que la primera vez que fui a Nueva York me sorprendió mucho una pegatina en la que se leía que las propinas eran “customary but not mandatory” (acostumbradas, pero no obligatorias). Pero al final del trayecto no había taxista que no esperara la consabida propina y ¡ay! del viajero que osara no satisfacer la “mordida”. Sobre Nueva York, y en general en todo EE.UU, circula una especie de leyenda urbana acerca de que los camareros no tienen sueldos y que su salario es la propina y que por tanto hay que dejarla siempre y que tiene que ser alrededor del 10% de la factura. La verdad es que se me hace muy raro pensar que un país como Estados Unidos haya gente trabajando de cara al público sin contrato y sin sueldo. Otra cosa son los pinches y lavaplatos latinos de los que habla Anthony Bourdain a menudo en sus libros. Recuerdo un viaje a Turquía, en Estambul, y una cena en el restaurante Haci Baba. Llega la hora de pagar, pagamos y el camarero venga a pedir en un inglés precario, pero perfectamente comprensible que faltaba la propina. Mi padre, que tiene un nivelón de inglés, se hizo el longuis, pero el otomano insistía y mi padre... pues se hacía el longuis. Era como un regateo en el Gran Bazar. Ni más ni menos. Al final mi padre dejó menos de la mitad de lo que el camarareo le exigía y éste dio la negociación por terminada mientras hacía gestos desaprobatorios con la cabeza y mascullaba maldiciones (supuse yo) en turco. Me parece que aquellos de ustedes que hayan llegado hasta aquí deben estar pensando que mucho jiji y mucho jajaja, pero que aún esperan que diga de una vez que pienso sobre las benditas propinas. Miren, yo la dejo siempre. Pero a veces no dejo de pensar que mi padre tiene razón. Seguramente los camareros estén mal pagados y en tiempos de crisis más, pero como mucha otra gente en sus respectivos puestos de trabajo. Sí, la propina es una gentileza, que a veces hay camareros que se ganan y otros que no, pero sin duda no debería ser obligatoria. Así que yo creo que lo mejor es lo de los taxis de Nueva York: “customary but not mandatory”.