La casquería vuelve a las mejores mesas madrileñas
Callos, chiretas y madejas, zarajos y gallinejas, hígado encebollado o empanado, riñones al jerez, sesos de cordero y de cerdo, criadillas, lengua de ternera….Todo es casquería, un término culinario usado para aludir a las entrañas (vísceras, entresijos, asaduras o achuras) de un animal sacrificado, así como a otras partes tradicionalmente consideradas despojos: morro, careta, orejas, lengua, manos, sangre, etcétera. También se aplica este mismo nombre al establecimiento donde se venden.
El consumo de casquería varía mucho de una cultura a otra: algunas lo rehúyen, mientras otras lo hacen a diario, o incluso consideran delicias a algunas variedades. Lo cierto es que se emplea en muchos platos tradicionales, aunque su popularidad está decayendo entre los jóvenes. Elaborada y limpiada con minuciosidad, la casquería de alta cocina aporta a los platos un sabor intenso y texturas difíciles de conseguir sin ella. Si bien es cierto que los productos de casquería poco a poco han ido desapareciendo de las cocinas de los restaurantes por la incorporación de platos más minimalistas, es ahora cuando muchos están abogando por incorporar casquería en las cartas.
Aunque visualmente no a todo el mundo le agrada este tipo de producto, una vez cocinado de la mano de algunos cocineros expertos, los productos se transforman en pura delicatessen. Los callos más famosos, sin duda son los que se cocinan en Madrid, pero están tan ricos y sabrosos en otras partes de España como Galicia, Cataluña y Andalucía, donde se incorporan los garbanzos o Asturias donde su toque ahumado es imprescindible.
No es posible situar claramente el origen de los callos a la madrileña, pero se sabe que estos pedazos del estómago de vaca y también los de carnero (yo no diría lo que son los callos a nadie que no los haya probado nunca para que pueda estrenarse en su degustación), fueron mencionados por primera vez, en castellano en 1599.
Los avisos noticieriles del Barroco nos hablan de que los frailes jerónimos de la época de Felipe IV tuvieron la fortuna de contar con un cocinero lego que guisaba los callos con verdadera exquisitez hasta el punto de que su fama saltó las tapias conventuales y determinados personajes de la corte asistían al huerto de la comunidad sólo para degustarlos. En Madrid tomó carta de naturaleza para pasar a ser un plato eminentemente popular servido en tabernas y bodegones a los que acudían los gastrónomos y aficionados para después exigirlos a sus cocineros o esposas.
Cuenta José Altabella en su libro “Lhardy, panorama histórico de un restaurante romántico 1839-1978” que el historiador y político francés Thiers, por complacer a su esposa a la que no le gustaban nada los callos, se veía obligado a comerlos fuera de su casa y otro anciano académico francés a quien le ocurría lo mismo que a su compatriota resolvió el problema reuniéndose en la Academia con su colega y envuelto en históricos legajos portaba escondida una ración de callos picantes y ambos ancianos se dedicaban a degustar este plato, cuya exquisitez parecía aumentar con la prohibición e intransigencia conyugales.
Pensando tal vez en casos parecidos, un industrial parisino a mediados del siglo pasado, se hizo rico industrializando la venta de los callos en conserva. El mismo autor relata que en el último tercio del siglo XIX, Isidoro Fernández Flórez, redactó un bello artículo con el seudónimo de Lunático en el que ponderaba los callos que en las entonces Ventas del Espíritu Santo solían comer los aficionados taurinos, a la salida de las corridas, en los figones castizos. Lo escribió con tal gracia y persuasión que provocó en otro cronista de la época, Enrique Sepúlveda, la curiosidad en probarlos y tras ella, la afición a los mismos.
Angel Muro nos recuerda en El Practicón que la reina Isabel II era muy aficionada a este guiso y que incluso un cocinero de palacio llegó a patentar la receta de los “callos isabelinos”. Los callos madrileños deben llevar callos como base fundamental, un poco de pata o manos de ternera para evitar monotonía a las tajadas, en mitades que es como se venden en Madrid, morro para incorporar algo de gelatina, unas cuantas rodajitas de chorizo castellano o ibérico quizás un poco picante, jamón en tacos pequeños, un trocito por comensal de morcilla especial para callos (esa morcilla asturiana intensamente ahumada), aceite de oliva, vino blanco, cebolla muy picada, puerro, zanahoria, tomates maduros, pimienta negra, clavos de olor y pimentón picante de la Vera, si se quiere más picante se añade guindilla, porque, en mi opinión, si los callos no pican, aunque sea ligeramente, no son callos.
Esta receta que requiere una larga digestión es perfecta para el tapeo que pide raciones pequeñas y exige peregrinaje. Son muchos los restaurantes de la capital que los preparan muy bien y la lista de opciones sería interminable. Pero el mundo de la casquería no acaba en los callos. Entre los muchos productos, encontramos auténticas exquisiteces y muy conocidos, como el hígado de ternera o las mollejas, que junto a los riñones, las criadillas y los sesos de cordero gozan de una auténtica fama gastronómica.
Las gallinejas y entresijos son productos extraídos del cordero lechal, la gallina u otros animales. Se fríen en su propia grasa después de una exquisita elaboración y se sirven calientes. Los zarajos son la tripa del cordero, limpia y enrollada en dos palitos de sarmiento, asada o frita. Son platos de fuerte sabor y todos ellos típicos de Madrid. Su origen se remonta al antiguo matadero de Legazpi, durante el siglo XIX. El exceso de género era tal que las autoridades lo repartían entre personas sin recursos, sobretodo viudas que vendían las gallinejas en pequeños quioscos. En dicha época las gallinejas y los entresijos aún procedían de las gallinas (de ahí el nombre gallinejas).
En su obra, Fortuna y Jacinta, Benito Pérez Galdós hace mención a la gallineja. En 1960 y 1970 esta comida proliferaba en los barrios más humildes de Madrid, como Lavapiés, Embajadores, Tetuán y Vallecas. Este manjar se presentaba en cucuruchos de papel de periódico, pero también se podía comer en bocadillo. Con el paso de los años el matadero dejó de ofrecer el género gratuitamente, poniendo precios muy altos que la mayoría de gallinejeras no podían pagar. Este hecho causó la práctica desaparición de las gallinejas y entresijos. Actualmente este producto de casquería se obtiene del cordero lechal, y su consumo es estacional, muy típico durante las Fiestas de San Isidro o de la Virgen de la Paloma. Sin embargo, algunos locales de la ciudad propios de la década de los 50, siguen ofreciéndolo como la famosa Freiduría de Gallinejas, en la calle Embajadores 84.
Las manitas de cerdo picantes era un plato especialmente esperado entre los vecinos de cada pueblo, ya que, cumplido el rito de la matanza, los amigos esperaban ser invitados a comer por el dueño del cerdo, quien se afanaba porque las manitas tuviesen un sabor picante y al mismo tiempo sabroso. Existía cierta rivalidad entre unos y otros que daba lugar a chascarrillos en el bar sobre a quién le salían mejor. Se trata de un plato lleno de gelatina y de buen comer para el estómago que ha mantenido viva esta tradición entre lugareños hasta nuestros días. Aunque antaño era un tanto difícil conseguirlas, las manitas de cerdo son hoy un manjar al alcance de la mano que se pueden comprar en cualquier casquería y preparar casi en cualquier cocina.
Las manitas de cordero, por ejemplo al vino, era un plato de ocasión. Su elaboración era más que cuidada y a veces secreta pues primero había que coger esas manitas con su lana y todo, escarzarlas, limpiarlas y acondicionarlas en una fuente, para más tarde venderlas por la calle a la voz de “!quién quiere manitas de cordero!”. Se preparaban de mil maneras diferentes. Antiguamente era tradición que la cabeza de cordero asada fuera un producto que se ofreciera al anfitrión del evento o la fiesta que se celebraba. Ha estado siempre considerado un manjar de procedencia árabe y su degustación estaba reservada para el padre o miembro de más jerarquía en la familia. Se puede adquirir en cualquier casquería y es un producto cargado de propiedades que raramente se encuentran en otro alimento.
Los sesos rebozados han sido siempre la comida reservada para niños y mayores por su escasez y alto valor nutritivo. Antiguamente para comer sesos tenía uno que ser muy niño y tenía que tener a alguien que hubiera matado un cordero. Los sesos son un producto muy completo que rebozados ganan en el aspecto gastronómico. Curiosamente, en la actualidad apenas se comen y tradicionalmente han sido parte parte esencial de la tortilla de Sacromonte granadina.Gracias a ellos, antiguamente mucha gente se salvó del escorbuto, sobre todo en grandes expediciones de alta mar, donde escaseaba el alimento saludable.
El seso es especialmente rico en vitamina A, B y C, hierro y calcio y cuenta con propiedades que lo hacen altamente recomendable para combatir el catarro, gracias a su contenido en nianicina. En general, los despojos son más baratos que la carne, son bajos en grasas y tienen un alto contenido en sales minerales. Cuando vayamos a comprarlos nos tenemos que fijar especialmente, en que éstos estén muy frescos y, su consumo tiene que ser el mismo día o al día siguiente si lo conservamos en el frigorífico. El poder nutritivo de la casquería la hace muy adecuada para dietas reconstituyentes y sobre todo para niños.
En fin, no todos son capaces de comer estos productos, pero al menos es recomendable conocerlos e incluso probarlos. A lo mejor resulta que uno se convierte en un auténtico fan, quien sabe. Y en cualquier caso, hay que apoyarlos por ser uno de los últimos reductos singulares de la cultura popular gastronómica madrileña.