Tomemos ejemplo de Santa Vittoria
El post que publicó Òscar Gómez el pasado 14 de enero en este mismo lugar, me hizo pensar en una película que vi hace muchos años con mi padre en el desaparecido cine Roma en Barcelona, antes de que terminara convertido en sala X y poco antes de su cierre definitivo. Se trataba de una reposición de El Secreto de Santa Vittoria (1969), una película dirigida por Stanley Kramer e interpretada por Anthony Quinn, Anna Magnani, Virna Lisi, Hardy Kruger y Giancarlo Giannini, entre otros.
Una película más bonita que buena, la verdad, rodada en glorioso Panavision y color by Deluxe, en los estudios de Cinecittà. La cinta, al parecer basada en hechos reales y en la novela homónima de Robert Crichton, cuenta como en un pueblo italiano, Santa Vittoria d’Alba (Piamonte), justo después de la caída y muerte de Mussolini y de patear el culo a los fascistas que lo gobiernan, eligen como alcalde al borracho Bambolino, un poco por casualidad, al mismo tiempo que se enteran de que una columna del ejército alemán en retirada se dirige hacia allá con la intención de confiscar todas las botellas de vino que sus habitantes guardan celosamente. Nada más y nada menos que un millón de botellas, que los lugareños consideran su más preciado y único tesoro.
Inmediatamente el alcalde accidental, como buen beodo que es, organiza la defensa de la joya local y organiza el traslado de setecientas mil botellas a unas cuevas con la esperanza de que los alemanes se conformen con las trescientas mil restantes. Bambolino, en un momento de la película y si mi memoria no me traiciona, dice que “ni patria ni preocupaciones importan, si tenemos vino”, lo que se podría considerar el perfecto lema del que empina el codo con demasiada frecuencia.
Llegan los alemanes y el comandante al mando exige la entrega de todo el vino del pueblo que, según dice saber, asciende al millón de botellas. Bambolino miente y ofrece las trescientas mil como si fueran el todo, pero el terco alemán quiere el lote completo. Ahí se inicia el juego del gato y el ratón entre la ebria y mediterránea astucia del italiano y el método cartesiano de raíz kantiana del oficial nazi. Al final, los soldados tienen que partir definitivamente y ante la imposibilidad de encontrar las botellas, el militar lanza su último órdago: reúne a todos los habitantes del pueblo en la plaza, desenfunda su Luger, apunta a Bambolino y amenaza con matarlo si alguien no le dice, schnell, schnell, rasch, rasch, dónde esconden las botellas.
Como en Fuenteovejuna, todos a una, y nadie dice nada. El nazi, finalmente derrotado, devuelve la pistola a su funda y justo cuando se da la vuelta para irse y no volver, Bambolino lo llama y con una sonrisa beatífica le dice que le quiere hacer un regalo de despedida, para que se vaya contento y con un buen recuerdo de Italia. Bambolino le hace entrega de una única botella del preciado vino de Santa Vittoria. THE END.
Obviamente, la película dista mucho de pretender tener cualquier moraleja, más allá de ser una tópica exaltación de la joie de vivre e imaginación latinas, frente a la supuesta cabezonería y cuadriculatura de los nórdicos y del valor innegable de la unidad de la gente para hacer frente a las adversidades. Pero hay algunas enseñanzas que se pueden extraer de los habitantes de Santa Vittoria.
El amor por lo propio también debe hacerse extensivo a nuestro patrimonio gastronómico y a los productos que nos identifican y nos definen. Puede parecer una obviedad y algo de perogrullo, pero por desgracia es algo que no nos debemos cansar de recordar. A mí me parece inaudito que la mejor sobrasada del mundo la haga Oriol Rovira en Els Casals en pleno Berguedà y no se haga en las Baleares. No entiendo que el cava sea a veces algo tan maltratado en la propia Catalunya, hasta el punto que algún sumiller me haya confesado en una ocasión que es algo en lo que no cree, pues se tolera que se llame cava a vinos de Valencia y Castilla. Y encuentro increíble que no haya sido hasta hace pocos días que un gobierno español se haya decidido a regular algo como el jamón ibérico, pero que al mismo tiempo la legislación sobre, por ejemplo, el turrón sea tan catastrófica, que permita considerar legalmente como tal auténticas atrocidades, que terminan por reducir el dulce navideño por antonomasia a cualquier cosa que tenga forma de tableta.
Ni decir tiene, lo triste que es constatar en lo que se han convertido los tomates (con tiendas llenas de falsos raf, falsos tomates de Montserrat y variedades extrañas como los kumato y una cosa llamada tomate ibérico) o el pan, que se vende y se compra básicamente descongelado. Y si acaso, otro día les hablo del aceite de oliva virgen extra que no lo es, y eso.
¿Se acuerdan de eso que cantaba Raimon de “qui perd els orígens, perd la identitat”? Pues eso. Y es que a diferencia de la gente de Santa Vittoria no sabemos cuáles son nuestros tesoros. Por suerte, no todo está perdido y aún quedan algunos Bambolino. También tendremos que hablar de ellos algún día. De momento, brindemos por ellos. ¡Salute!
Texto de Albert Molins, blogger de Homo Gastronomicus