La historia de Palo Verde se remonta un par de años atrás, cuando el diseñador industrial Andrés Bluth decidió participar en el curso Design the Restaurant Experience, organizado por el Barcelona Centre de Disseny, que quiere potenciar el emprendimiento y la innovación en el sector de la restauración. “El programa buscaba vincular el mundo del diseño con el de la gastronomía, usando el design thinking para desarrollar un proyecto. No lo dudé ni un momento y me metí”, explica.
Ahí se forjaron los cimientos de Palo Verde, un proyecto gastronómico, y de diseño de interiorismo, que busca regresar a lo primitivo, a nuestras raíces más ancestrales. “Quería dejar de lado todo lo híper decorativo, volver a la esencia del comer”, apunta Andrés. Y eso se traduce en cuidar al máximo la materia prima, utilizando un producto de calidad y de proximidad. Pero también en apostar casi exclusivamente por la cocina al carbón. “Dicen que el hecho de empezar a cocinar con fuego modificó el cerebro humano y nuestro cuerpo. Y eso me inspiró. La cocina al carbón está presente en todas las culturas”, añade.
Una propuesta a cuatro manos
Con el concepto perfectamente definido, a Andrés, diseñador de profesión y sin vínculos anteriores con el mundo de la restauración, solo le faltaba encontrar a la persona que se encargaría de configurar la carta. La premisa a seguir no era compleja: cocina al carbón, a base de platos pequeños y pensados para compartir. Conoció al chef Ludwig Amiable y surgió el feeling. Naturales de Uruguay y de Francia, respectivamente, aunque residentes en Barcelona desde hace muchos años, conectaron enseguida y se convirtieron en el tándem perfecto que desde este 2020 hace funcionar Palo Verde. “El proyecto tiene el alma de los dos”, dicen.
A pesar de su juventud, Ludwig atesora experiencia en cocinas de lo más diversas, y en esta ocasión se enfrentó a un nuevo reto, el de diseñar su primera carta. El resultado es una lista muy corta, pero pensada a conciencia, con solo una decena de platos que podrán ir variando según la temporada. “Siempre con ese pase por el fuego, el carbón, el ahumado…”, añade Andrés, y explica que otra de las ideas es que las creaciones del chef se sirvan “pinchadas en un palo”, a modo de brochetas, aunque no siempre sea posible.
Con palo o sin él
Es el caso de la escalibada de pimiento rojo, que regala a nuestras papilas gustativas el inconfundible sabor de la brasa, y que Ludwig riega con una vinagreta de aceituna negra y un poco aceite de tomate seco triturado. O del hongo maitake, utilizado en la medicina tradicional oriental por sus beneficios para el sistema inmunológico, y que en la gastronomía destaca por su sabor intenso y peculiar. Pasado por el carbón, el hongo se acompaña con unos ñoquis elaborados a mano por el chef y emulsionados con una salsa de mantequilla y limón.
Sí que se pinchan con un palo la picaña de vaca ecológica procedente de Uruguay, en referencia a la tierra natal de Andrés, o el tsukune, una especie de albóndiga de origen japonés que el chef ha reinterpretado a su manera, sustituyendo el habitual pollo por pato y añadiéndole una intensa y sabrosísima salsa elaborada con una reducción de huesos del mismo animal. Una creación excepcional. La sepia a la brasa, el pollo salvaje con babaganoush o el tartar de pato son otras de las propuestas que ellos invitan a maridar con buenas cervezas o con su cuidada carta de vinos naturales.
Los postres, aunque no pasan por el carbón, rubrican la carta a la perfección. Solo tres opciones que nos facilitan el trabajo a la hora de decidirnos: la piña, asada al horno durante un par de horas, y acompañada con helado de coco; las cerezas maceradas en almíbar y vinagre, sobre una cama de crème fraiche y con el toque crocante del sésamo negro garrapiñado; y una propuesta tan simple como efectiva, el chocolate solo con aceite y sal.
Todo a la vista
Las presentaciones son sencillas y sin virtuosismos innecesarios, aquí lo que interesa es ese retorno a lo esencial. “La sofisticación está en los sabores”, defiende Andrés. Y las influencias gastronómicas son muy variadas: las raíces francesas de Ludwig son evidentes, pero también se percibe su paso por Canadá y su afición por la cocina oriental. Aunque no se detienen ahí. “Siempre decimos que no tenemos bandera, lo que nos importa es que el producto sea local y de máxima calidad. Nos preocupamos mucho por conocer a nuestros proveedores y por conectar con ellos a nivel personal”, afirma el chef.
A Ludwig lo podemos ver trabajando en directo, sentados en la barra que preside su cocina abierta, una de las piedras angulares del proyecto de interiorismo que acompaña a la propuesta gastronómica, y que gracias a la utilización de recursos muy matéricos como la madera maciza y el hierro también consigue devolvernos a esos orígenes ancestrales que mencionaban. “Nos gusta que todo sea muy transparente, que se vea la dinámica del local”, recalcan. Una dinámica que invita a la informalidad, sin dejar de lado el extremo cuidado en la elaboración de cada plato, y que nos remite a aquella premisa tan referenciada como infalible del “menos es más”.
Fotos: Marta Becerra