En la visita de este año a Diverxo he encontrado al mejor Dabiz Muñoz de cuantos he conocido desde que allá por mayo de 2007 abriera su primer restaurante en Madrid, aquel diminuto local de la calle Francisco Medrano donde nos sorprendió a todos. Catorce años de evolución constante en su cocina y de trabajo incansable. Años también con algunos saltos en el vacío, con una cierta locura incontrolada. Pero el Dabiz de 2021 es un cocinero mucho más reflexivo, que no renuncia a la línea rompedora que emprendió hace una década pero que ha sabido asentarla, darle forma, depurarla de todo lo superficial, cargarla de refinados matices. El madrileño es un verdadero genio, algo que se puede decir de muy contados cocineros. Y su cocina, abierta al mundo, no tiene, por el momento, límites ni fronteras. Con la genialidad se nace, pero no sirve de nada sin un intenso trabajo. Muy pocos cocineros de cuantos conozco han dedicado, y dedican, tantas y tantas horas a su cocina.
Lo cierto es que comer en Diverxo supone una experiencia irrepetible, en la que también tienen mucho que ver el impecable trabajo de la joven y eficaz directora de sala, Marta Campillo, y el buen hacer y los profundos conocimientos del sumiller Miguel Ángel Millán, que afronta con éxito una tarea muy complicada, proponer los vinos más adecuados para unos platos tan complejos. Son las cabezas visibles de un equipo que refuerza y da solidez a la cocina y al proyecto de Dabiz Muñoz. Les aseguro que muy pocas experiencias gastronómicas alcanzan el nivel de la que se vive en esta casa.
El único problema es la dificultad para comer allí, con solicitudes de todo el mundo. El día 1 de cada mes se abre el periodo de reservas del mes siguiente. Y se cubre en pocos minutos. Si se logra una mesa hay que abonar 125 euros por comensal, una cantidad que se descuenta de la factura final el día de la reserva. Es difícil, pero hay que intentarlo porque el menú de Diverxo vale mucho la pena. El de esta temporada se abre y se cierra con una explosión de sabores. Para empezar, la “Montaña rusa”, inspirada en el sureste asiático, con seis bocados de lujo: “thaipirinha”, pad tai de carabinero, saté indonesio de berenjena, curry verde de guisantes lágrima, laksa de lengua de vaca al estilo de Singapur y un som tam de panceta asada. El punto final del menú lo ponen ocho bombones japoneses, que denominan “alma de bombón y técnica de Japón”, desde un petit suisse de requesón y fresas silvestres con arroz fermentado en sake hasta “la tarta de queso de la Pedroche” o el “flan chino mandarín”.
Entre esos intensos aperitivos asiáticos y los peculiares bombones japoneses se suceden platos de esos que quedan en la memoria del comensal: el frío-caliente de centolla gallega; la bullabesa XO; la ensalada escarchada que, en un mundo al revés, lleva los pescados nobles (rodaballo, salmonete, besugo) como guarnición; el dumpling de cerdo ibérico; el pato azulón “al naranja”, con sus correspondientes lenguas fritas; el ceviche de angulas y berberechos; la sopa de espardeñas y erizos; el pichón frío al palo cortado; el bogavante gallego tratado al estilo de la cocina de la India; el “katsusando” de rablé de liebre; el wagyu en robata; o el arroz con leche cocinado como un risotto.
Resulta muy difícil describir las sensaciones que producen cada uno de estos platos, hay que probarlos y dejarse llevar. Lo que está claro es que detrás de cada uno de ellos hay mucho producto, mucho sabor, mucha cocina, mucha técnica, mucho conocimiento de las gastronomías del mundo, y mucha pasión. Sin duda uno de los restaurantes donde hay que comer al menos una vez en la vida.